Un autócrata suelto en el Senado

Pedro Sánchez

Orwell sonríe desde el más allá, satisfecho con sus predicciones sobre el Gran Hermano socialista que algún día inundaría Occidente de neolenguaje y buenismo subvencionado. Si hubiera sido invitado a presenciar en el Parlamento español lo que se votó esta semana, habría acuñado el célebre «os lo dije», entre muecas de soberbia incredulidad. El Congreso, símbolo de la soberanía nacional, donde la infamia ocupa escaños inmerecidos, hace tiempo que no se encarga de solucionar problemas reales, sino de prohibir usos cotidianos. Ahora, quieren regular las palabras, y así, ya no podremos llamar cáncer al cáncer, aunque en su cuarta acepción la RAE defina el término como «proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos». Decir que la corrupción es el cáncer de la sociedad será eliminado del diario de sesiones, con la misma agilidad canceladora que definir al socialismo como cáncer ideológico de la humanidad o que Sánchez es el cáncer de la moralidad y la limpia política. El neolenguaje es la máxima aspiración de todo dictador que quiera pasar a la historia.

Mientras sus señorías votaban la prohibición de llamar a las cosas por su nombre, eliminando la realidad para sustituirla por la simulación, un autócrata andaba suelto por el Senado. Comparecía ante la democracia, representada en las Cortes, para declarar su responsabilidad política como líder de una organización criminal, según detallan los informes de la Unidad Central Operativa. Sus alegatos conformaron un entrenamiento jurídico perfecto, donde se mezclaban los aportes leídos y bien redactados por sus asesores jurídicos y las performances circenses que nos acostumbra a hacer para que no se hable de lo mollar: que el PSOE, según acaba de dictar el Supremo en investigación abierta por indicios fehacientes, pagaba sobresueldos a varios miembros de su partido, incluida su Sanchidad. A Sánchez, y su equipo de opinión subvencionada, comisarios mediáticos también, sólo le preocupaba no incurrir en delito flagrante al negar o afirmar algo que fuera constitutivo de ser citado en un juzgado. De ahí el consabido «no me consta» con el que respondía cada pregunta de los senadores que le inquirieron con mayor o menor agilidad retórica, una respuesta que validaría hasta su presunta condición de demócrata.

La verdad siempre es lo que más molesta a Sánchez. De ahí el esfuerzo en construir relatos verosímiles -neolenguaje, recuerden- sobre su desconocimiento e inocencia ante el saqueo de la caja común o el cobro de sobresueldos ilegales. De las gafas que no necesitaba a los hashtags torpes que su ejército de palmeros sincronizados colocaban en las redes, técnicas chabacanas con las que pretendía huir de cualquier asunción de responsabilidad sobre los delitos que jueces, fiscales, periodistas y operativos policiales confirman. Incluso llegó a dar lecciones de psicología para hablar de la técnica del espejo, sin reparar en que la proyección freudiana es la que él ejerce cada día contra todo lo que se mueve al otro lado del muro de odio y violencia que ha construido. Pero nada de eso le servirá para ocultar más lo evidente: que es un presidente ilegítimo, atornillado al poder de manera inmoral y que acabará con sus huesos demacrados en la misma celda que sus compañeros del Peugeot.

Saliera o no intacto del ruido creado, lo que debería compungirnos es la degradación a la que sometió a la Cámara y a la democracia el tipo que fue a reírse de los ciudadanos, mientras representaba por adelantado su particular Halloween socialista. Lo suyo hubiera sido empapelar la sala Clara Campoamor con la frase de Sam Erwin, el senador demócrata que presidió la Comisión del Watergate: «No puedes interrogar a gangsters como si fueran monjas». Pero ya sabemos que los socios corruptos de Sánchez tampoco conocen la vergüenza ni la dignidad.

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