¿Acercamiento de presos o cambio de cromos?
Uno de los grandes problemas de España es que solemos ceñirnos al debate electoralista y sin perspectiva global de nuestros problemas. Por ejemplo, en el tema de los presos de la banda terrorista ETA, el debate se centra únicamente en el acercamiento o no de los reclusos a cárceles del País Vasco, como si esto tuviera que quedar en la gracia divina del presidente del Gobierno y no en la clara regulación de la voluntad popular a través de la ley. El sistema penitenciario español está regulado en la Constitución, en la Ley Orgánica Penitenciaria y en el Reglamento Penitenciario. Cada centro se encuentra dependiente de un juez de vigilancia que vela por los derechos de los internos, que básicamente se ciñe a revisar los recursos de queja en lo que se refieren a las progresiones de grado —segundo a tercer grado— la ansiada libertad condicional, o los permisos de salida. Todo se regula en el marco normativo señalado tras un férreo control de una junta de tratamiento previa que revisa las peticiones.
El sistema penitenciario se mueve, por lo tanto, en una especie de proceso administrativo, dependiente de las decisiones de las juntas de tratamientos, lideradas por el director del centro, que en última instancia, depende de Instituciones Penitenciarias (Ministerio del Interior); para finalmente y en ciertos casos, quedar tuteladas tales decisiones bajo el control judicial. Sin embargo, la ley nada concreta sobre cuál será el centro penitenciario de ingreso ni cuál el de cumplimiento, si debiera de ser el más cercano al domicilio, al del trabajo o aquel con mayor arraigo familiar. Y estas circunstancias, que atañen a derechos fundamentales: como el derecho a la defensa, a la libertad o a la dignidad, tienen la suficiente entidad como para que esto estuviera regulado y definido, hace años, en una ley.
Hace unos días, recibí una llamada de un interno que se encontraba en la prisión de Soto Del Real, pero que fue trasladado a León repentinamente con el perjuicio que conlleva la preparación de su juicio en Madrid o la visita para su familia. ¿Acaso se previó la prisión como un instrumento para dañar a las familias de los internos? Pero hay más. Otro problema de nuestro ordenamiento es la venta de las competencias al más puro estilo de un mercado persa. Y las desigualdades injustificadas acaban produciendo injusticias. ¿Por qué Cataluña tiene cedidas las competencias penitenciarias y el resto de comunidades no?
¿Por qué el lehendakari Urkullu reclama para sí las competencias penitenciarias que implican controlar los grados penitenciarios y los permisos de salida de los internos, es decir, el cumplimiento real de las penas? Mientras en España se imponga la medida del trueque y el mercadillo, dando dádivas, quedando sin regular las competencias estatales, las decisiones electoralistas primarán sobre el imperio de la ley. Y eso significará, por desgracia, que no será la voluntad popular la que prevalezca, sino la búsqueda personal del gobernante de turno. Mala cuestión.