Abstracta Monasterio

Abstracta Monasterio

Hace un par de años, en las canchas de tenis de Wimbledon, conocí al propietario de una mediana cuadra de caballos de pura sangre. Congeniamos enseguida, estableciendo una amistad que se acrecentó con varias visitas al hipódromo de Saint-Cloud. Por razones de comodidad estética, en el ostensible ocio de sus andanzas, este hombre no me puso en conocimiento de que era un grotesco archimillonario, dueño de un centenar de diarios y revistas en circulación. Tampoco me contó que en su “abadía” californiana dormía sobre la auténtica cama de Richelieu, tras adquirirla en una subasta. A decir verdad, me hice amiga de un hombre del que no sabía apenas nada.

Asimilamos ambos la parte útil de nuestros divertidos encuentros. Él era de naturaleza indómita, pero a estas alturas de la vida tenía un espíritu fatigado que necesitaba cambiar de sujetos, de escenarios y de atmósfera. Encontró en mí una oportunidad para restablecer el equilibrio perdido, pues lo vinculé a personas originales, que le mostraron una visión vital mucho más llana y sencilla. Este excéntrico que había perdido la alegría abandonó su torbellino de cosmopolitismo trepidante y se vino a vivir a España. Su magnífico porte inglés impregnaba un sello que pronto se hizo muy popular por las calles más selectas de Madrid. La parte cómica de esta historia comenzó cuando, a finales del pasado febrero, los voceros oficiales anunciaron que se quería afiliar al partido político español Vox.

La causante de aquella soberana decisión era una mujer de raza, de sólidos principios, cuyo sentido de la responsabilidad, según me contó, “impone el ejercicio cuidadoso de aquellas facultades que están regladas por las leyes, y establece hábitos de parsimonia cautelosa y de austeridad laudable. Es la tutora que deberíamos nombrar para corregir nuestras propias faltas y estará bien todo sacrificio que hagamos para enaltecer su autoridad. Tiene una vasta experiencia profesional ajena a la política, de manera que queda constatado que su inmersión en este mundo es por pura convicción, no por carecer de un lecho donde caerse muerta, como ocurre ahora con tanta frecuencia. Además, todo su ideario lo secundan sus acciones. Sus principios están llevados de manera impecable en la práctica, ¿acaso no es eso suficiente para entender que será firme y fiel a las convicciones que expone?”.

Aquel hombre, tan aficionado a los deportes como a los cocktails que había engañado tanto a sus amantes como a sus mujeres, tenía naturaleza de rey nato. Hacía gala del imperativo psicológico de ese lujo tan español, que eleva el crédito masculino en razón del número y el estrépito de las extravagancias donjuanescas, en las cuales se pierde el apetito de una apenas se huele a la próxima. Conocedora de estas aficiones, le pregunté si su evidente veneración por la política de Vox estaba secundada por el atractivo de ser mujer. Con una divertida mirada altiva, me replicó: “Líbrenos Dios de dudar en tan peliaguda materia. Comenzar diciendo que Rocío Monasterio es una mujer con clase puede parecer una provocación casi victoriana, y no precisamente destinada a embravecer a los machos sombríos. Sin embargo, lo recalco porque ciertamente es algo insólito en el panorama político de los últimos años. El hecho de que la tenga hace que sus intervenciones tengan una ponderación sistemática que brota natural y que se pone de manifiesto a través de la suavidad de sus formas, la moderación de su voz, su sosiego a la hora de resolver los conflictos con los discordes y, sobre todo, la autoridad firmísima que emana de su interior”.

Continuó diciendo que, en contra de la tendencia ascendente en la mayoría de los políticos, esta mujer no apoya ninguna de sus armas en la parte emotiva, facilona, de exaltación, encaprichamiento o alarde. “Estamos ante una mujer que defiende una ideología que, en la práctica, ella ha cumplido a rajatabla. No todos los miembros de su partido pueden presumir de lo mismo; pero, en su caso, el ejemplo es su mejor aval”. Fumaba sin parar. Una angina de pecho le acechaba. En ese momento, recibió la llamada de una amiga francesa. Absteniéndose de toda intriga política, se quejó de otras cuestiones colindantes. “Así no hay manera de que haya destellos, ni vestigios, ni vislumbre de una autoridad temporal”. Continuó cerrando una cita con ella en el Claridge´s. Encendiendo otro cigarrillo, me miró y me dijo: “El conde de Covadonga se casó en la Habana con la cubana Marta Rocafort y Altuzarra. La había conocido en Nueva York, siendo ella el exótico maniquí de una casa de modas”. Estallé en una sonora carcajada, aquel hombre no tenía solución.

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