¿2.000 años al punto limpio?

¿2.000 años al punto limpio?

Cada cierto tiempo, algún alcalde se pone estupendo y nos sermonea por lo civil con las virtudes del laicismo y del multiculturalismo. Ahora, además, a esos ismos se une la memoria democrática, como argumento para tirar las cruces al punto limpio. ¡Cualquiera dice nada!

Ya pasó en Vall de Uxó, en Cuevas del Becerro, en Ondarroa o en Callosa de Segura; y ahora, en Brozas (Cáceres) y en Aguilar de la Frontera (Córdoba) donde su obispo se ha quejado de la afrenta a los sentimientos religiosos que aquello supone.

Algunos dirán que no es para tanto; eso sí, les incomodan las películas de Disney, te llaman delincuente si piropeas a un bellezón y luchan por el bienestar de las gallinas; pero dejar la cruz entre los escombros no ha de ofender, nos dicen; sólo es para reconciliar a nuestros bisabuelos.

Pero más allá de la posible ofensa religiosa, la foto de Aguilar de la Frontera representa la demolición de una cultura, la decadencia de una civilización que, entre todas las del mundo, como señala García de Cortázar (Católicos en tiempos de confusión, 2018), “es la única tan decididamente dispuesta a suicidarse, a abolir sus raíces, a segar su carácter, a desangrar su existencia”.

Y es que, tras la bandera del laicismo no sólo hay una obsesión antirreligiosa o, mejor dicho, anticatólica (pues su revisionismo siempre se dirige a los mismos); sino que detrás se esconde un estatismo militante y el complejo occidental.

Un rancio estatismo, por un lado, que desconfía de los ámbitos de relación y cohesión en la sociedad civil, como las asociaciones civiles, la familia o la Iglesia. Los jacobinos reprimieron el asociacionismo, el marxismo atacó a la familia y todas las revoluciones consideraron a las Iglesias como enemigas, precisamente porque crean un ámbito de valor y autoridad fuera del control del Estado. Esto pasa aquí o en China y, si no, pregunten al Dalai lama.

Y, por otro lado, un complejo occidental que invita a desprendernos de tradiciones y a considerar que la sola manifestación de la propia cultura es una ofensa para las ajenas. Esto ya sí que sólo pasa aquí, no en China o en Oriente.

Las cruces, campanarios, ermitas y catedrales nos recuerdan y muestran, seamos creyentes o no, los orígenes de una Europa construida sobre el ideal judeocristiano del amor al prójimo, la libertad y respeto de la dignidad y la igualdad de los hombres, muchos siglos antes que la Enciclopedia francesa.

La cruz, dice también García de Cortázar, “no es el signo de un privilegio ni la ofensa a los no creyentes. Es, por el contrario, el símbolo de una larga lucha por la igualdad y el respeto al hombre… la libertad del hombre moderno no se ha construido a costa del cristianismo, sino gracias a él. No es casualidad que la defensa de los derechos fundamentales de la persona haya cobrado su más perfecta definición histórica en una cultura construida sobre los valores evangélicos”

Podemos reconocernos en esos orígenes, historia y valores de los que derivan los límites morales de nuestra civilización o tirar 2.000 años al punto limpio. Pero recordemos que una comunidad sin cultura, sencillamente, deja de existir y, cuando una cultura languidece, otras emergen. ¿Es eso lo que queremos?

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