Lo que no he podido contar hasta ahora de los atentados de París
Desgraciadamente el periodismo-espectáculo persiste en muchos medios de comunicación. Cuando sucede una desgracia, el periodista o el medio elige entre ofrecer de primera mano los hechos respetando la humanidad que los caracteriza o, por contra, entrar de lleno en el terreno morboso. Los atentados perpetrados el viernes por la noche en París dejaron huella en la ciudad y en miles de personas que se encontraban disfrutando. La misma semana que los familiares entierran a sus víctimas, algunos periodistas y curiosos traspasan dichos límites y se meten hasta en la ‘cocina’ para que su medio sea el que más venda. Ahí está el famoso dilema ético. ¿Dónde está el límite?
En este artículo quiero retratar a esa gente sin escrúpulos, pero también alabar la solidaridad del pueblo francés y de los que allí se encontraban. El respeto y apoyo de unos y otros y, en definitiva, todo lo que no pude contar en las crónicas lanzadas a pie de calle por falta de tiempo.
Te das cuenta de lo duro que es ir a la zona de un atentado cuando vuelves a tu lugar de origen. Esa primera noche lejos de la barbarie no puedes dormir bien. El sueño va y viene y se mezcla con los recueros. A mitad de la noche, despiertas sobresaltada con el sonido de las botas de los militares patrullando por las calles. Sólo era un sueño pero, aunque ya no estás allí, el horror ha puesto sede en tu mente. Vuelve a quedarte dormida, derrotada por las horas de trabajo sin cansancio. De nuevo metida en la irrealidad del sueño, pisas fuerte con ritmo acompasado. Como si aún estuvieras allí. En medio de la batalla y en Estado de Emergencia.
Nada más aterrizar en París fui directa con maleta incluida a ver la zona. Miré los alrededores y justo un hotel. Entré y el chico de recepción se quedó impresionado. ¿Por qué se quiere alojar si seguimos con amenaza de bomba? -Soy periodista- Sí, pero ni siquiera los periodistas han querido venir aquí, así que le haré precio especial, contestó. Era un bajo. Por la noche solo se escuchaban las botas de los militares patrullar.
Dejé la maleta y salí corriendo con la mochila cargada de cámaras al lugar de los hechos. En pleno recibidor del hotel, una reunión entre el recepcionista y el propietario. Se dirigen hacia mí: «Mira, si vas a salir necesitamos que nos llames cuando llegues para quedarnos tranquilos. Los pocos huéspedes que quedan no salen y nosotros no tenemos valor para acompañarte. Necesitamos que cuando regreses nos avises para saber que estás bien. Hay terroristas huidos y podrían seguir refugiados cerca”, me explican. Acepté la oferta. Nota mental: avisarles cuando llegue.
«Queremos entrar en la sala para grabar»
Por primera vez en mi vida supe como era el olor a muerte y descomposición. Al salir a la calle el hedor era muy fuerte. La policía francesa había contado en algunos medios que había retirado los cadáveres, pero lo cierto es que seguían apilados, desmembrados, en la improvisada morgue según me contó después un agente. A la entrada de la sala de conciertos Bataclan había un chandal y dos zapatillas nuevas tiradas. Nadie se atrevía a cogerlas en recuerdo del horror. Aún así varios periodistas insistían a los cuerpos de seguridad: “Queremos entrar en la sala para grabar”. A esto me refiero cuando antes contaba lo del morbo. Es cierto lo que escribe Pérez Reverte: «Un olor así nunca se olvida por mucho que lo intentes».
Salí a la calle y a los pies de la discoteca, al lado de una estafeta de Correos, ya habían colocado un memorial lleno de velas, fotos, cuadros y todo tipo de manualidades y mensajes a las víctimas: “No os olvidaremos”. Al acercarme, alguien me abrazó fuerte. Era una mujer que no paraba de llorar. No podía entablar conversación pero quería cogerme de la mano. Estuvimos media hora agarradas sin decir palabra y luego en silencio se marchó como si nada. Algunos fotógrafos solo buscaban la imagen llorando. Si no hay pañuelo no interesa. Calles vacías. Mucho frío. Solo el Ejército patrullando. Primera noche superada. Me acordé de avisar. Tanto el recepcionista, Tommaso, como el propietario del hotel estaban despiertos esperándome y al entrar por la puerta me pusieron música en su móvil y bailaron. ¡Está bien!
Hay mucho, mucho miedo. Los pocos que salen se cambian de acera si ven a un musulmán con hábitos hasta los pies o chicas con hiyab. Un señor mayor en el metro mueve la cabeza negando cuando pasa un grupo de chicas con burka. De repente se cae una maleta con un considerable ruido por el eco y, en lugar de mirar de dónde procede, todos se echan a correr gritando. Estampida. En cinco minutos aparece una fila entera de militares y policía. Desalojan el metro. Diez minutos más tarde, falsa alarma.
«Pierre salvó muchas vidas que hoy le buscan para agradecérselo»
El restaurante Le belle Equipe y el japonés Maki fueron dos de los sitios en que los terroristas se liaron a pegar tiros a la pobre gente que allí se encontraba cenando. Pierre un fisioterapeuta acepta ser entrevistado por este medio. Empieza a contar su historia y cómo bajó del portal de al lado para llevar a las víctimas heridas al hospital cuando las ambulancias y el servicio sanitario no podía atender a más. Todo desbordado, Pierre salvó la vida de muchas personas que hoy lo buscan para agradecérselo. Al recordarlo se rompe en medio de la entrevista. Apago la grabadora y le consuelo en la acera. Una jauría de personas encienden las cámaras. Ahora es cuando interesa su historia. Pierre me abraza sin poder articular palabra.
Más tarde regreso al hotel, al lado de Bataclan, y veo lo que parece una reunión. Me acerco. Un funeral. La familia de una de las víctimas honra a su hija en su restaurante cercano a la sala de conciertos. “Pasa por favor. Quiero que esto se sepa y que no se olvide”, me coge el padre por el brazo muy conmocionado. Pensé que me llevaba a una silla en el interior para hablar pero, de repente, me encuentro frente al ataúd abierto de su hija. “Por favor, acaríciala. No le hemos tapado la zona del hombro para que se vea la bala”, sigue contando el padre. Un fotógrafo dispara su cámara. Salgo a toda prisa. -Podemos hablar si quiere en otra sala más tranquilos, le digo.- Segunda noche superada. Aviso a Tommaso y al dueño del hotel que estaban despiertos esperándome en el hall. ¡Bien, está bien! Ponen de nuevo su canción francesa.
La estupidez no tiene límite y preguntarle a los familiares de las víctimas detalles morbosos a la salida del funeral de sus hijos en Notre Dame parecía estar a la orden del día. «¿No tiene odio a los musulmanes ahora?”, preguntas así donde mezclan religión, terrorismo con el pueblo musulmán… Lo dicho, no tienen límite y los familiares exhiben paciencia infinita. Tirar un petardo en pleno minuto de silencio en la Place de la Republique parece divertido para los desalmados que hicieron acordonar la zona. Amenaza de bomba y desalojo hasta que se supo que fueron tres petardos. Algo prohibido en Francia con el Estado de Emergencia decretado.
No me pude despedir de mi madre, ni decirle que estaba bien, que me subía al avión. Amenaza de bomba en el aeropuerto. El protocolo exige activar inmediatamente inhibidores y adiós la cobertura. Tras dos horas de espera subimos al avión y llegamos a Madrid sobre a medianoche.
Sin duda me quedo con los servicios de seguridad y emergencias por su rapidez, con el taxista que cogió su coche corriendo para atender a los heridos que vagaban por las calles; con el conductor de autobuses que aparcó en el lugar para resguardar a los que esperaban a ser atendidos; con los comerciantes cercanos ofreciendo bebidas tanto a policías y gente que iban a ayudar como a las víctimas. Y por supuesto, con los periodistas que apagaron sus cámaras en el momento de mayor debilidad y más intimidad. Con todos. Duro, trágico pero son los héroes de esta terrible historia.