Miguel Platón: «La represión franquista rondó los 15.000 ejecutados y fue en algunos casos hasta cruel»
Un hallazgo asombroso en 2010 permitió al periodista Miguel Platón, uno de los investigadores más rigurosos de la Guerra Civil española, el acceso a documentos del Cuerpo Jurídico Militar que habían permanecido ocultos durante décadas. Hablamos de los expedientes de condenados a muerte que, a partir de 1939, fueron remitidos al jefe del Estado, Francisco Franco, para que decidiera la ejecución o la conmutación de la pena capital. Estos documentos, de un valor histórico incalculable, son el objeto de estudio de su último libro, La represión de la posguerra. Penas de muerte por hechos cometidos durante la Guerra Civil, en el que desmonta las mentiras y manipulaciones sobre las ejecuciones y condenas a muerte que implementó el franquismo. Aún así, su conclusión es dolorosa y trágica: «Fue una represión grave, severa y en algunos casos, cruel».
En números redondos, durante la posguerra los tribunales militares condenaron a muerte a 30.000 personas, de las que fueron ejecutadas la mitad, unas 15.000. Estas cifras son muy inferiores a las publicadas hasta ahora, ninguna de las cuales tenía soporte documental. Coinciden, sin embargo, con investigaciones locales rigurosas, como las efectuadas por la Generalitat de Cataluña y el Ayuntamiento de Madrid. Esta cifra, lejos de ser aleatoria, es fruto de una investigación exhaustiva de más de seis años en Archivo General Militar de Ávila, a los que Platón se dedicó en cuerpo y alma.
Los documentos los descubrió un militar, el general García Mercadal, en el año 2010 en unos armarios que habían estado cerrados durante décadas. Más de 25.000 expedientes individuales, contando una a una las peripecias de cada uno de los condenados, de personas que habían sido condenadas a muerte, 0 indultados en juicios sumarísimos o en consejos de guerra durante todo el franquismo. Platón se enteró por casualidad de este hallazgo en una comida cinco años después y se puso a investigarlo inmediatamente.
«En los consejos de guerra no había garantías jurídicas suficientes. Los consejos de guerra estaban formados por un jefe militar y cuatro oficiales, a veces muy jóvenes y que no tenían experiencia jurídica. No tenían la capacidad que tiene un juez profesional para determinar si una prueba es convincente o no, si un testigo es de referencia o es presencial, etcétera. La parte más chapucera del procedimiento con diferencia era el consejo de guerra y la sentencia del consejo de guerra. Ahora, a partir de ahí, a partir de la sentencia del consejo de guerra, empezaba todo un procedimiento, que era lo que verdaderamente decidía la suerte del condenado», explica Platón.
«Una vez que se producía la sentencia, había un primer informe sobre la sentencia del auditor de la región militar correspondiente. Este auditor era un jurista, una persona con formación jurídica. Y entonces, de hecho, aproximadamente 1/3 de las condenas eran rechazadas por el auditor de la región. Inmediatamente, pasaban al capitán general o al general de la división correspondiente, que normalmente era más generoso y más favorable todavía que el auditor de procedencia, como se llamaba. Con lo cual, la realidad es que a las pocas semanas de producirse la sentencia, aproximadamente la mitad de los condenados ya tenían una propuesta de conmutación. A partir de ahí empezaba ya todo un procedimiento. Entonces, la clave era una comisión de tres auditores juristas que se había formado en el Ministerio del Ejército, en la sección de Asesoría y Justicia del Ministerio del Ejército. Y esos tres auditores examinaban uno a uno, repito, uno a uno todos los expedientes», continúa.
En muchos casos, no fue Franco quien tenía la última palabra sobre la vida o muerte del reo. «Esos auditores veían toda la documentación, las peticiones de indulto, el informe de las autoridades… Y entonces, con todo eso, tenían que emitir un informe que podía ser favorable o desfavorable para el condenado. Muchas veces por unanimidad, pero también en bastantes veces por votación, dos a uno. Todos los informes tenían que ser motivados y firmados por cada uno de los asesores del cuerpo jurídico. A veces, el proceso duraba meses. Se iban sumando más información y más documentación, pues podían hacer, en lugar de un informe, un segundo informe, un tercer informe. Tengo un caso de hasta cinco informes distintos. Ese informe tenía que ser ratificado por el asesor jefe, por el jefe de la asesoría jurídica, que solía ser un auditor de división. Entonces este auditor en el 99,7% de los casos respaldaba a la Comisión de Auditores. Una vez que ya tenía todo completo el expediente completo, el asesor jefe lo sometía al jefe del Estado, es decir, a Franco», afirma.
¿Y entonces Franco qué hacía? «Pues Franco respaldaba casi siempre lo que le proponían los auditores del cuerpo jurídico. Yo he visto algo más de 16.000 expedientes y de esos 16.000 expedientes, Franco sólo intervino para modificar lo que le recomendaban en 26 ocasiones. En diez ocasiones fue para decidir la ejecución y en 16 para decidir la conmutación. Esto era legalmente la última palabra, pero en la práctica hubo docenas de casos en que no era la última palabra, porque hay varias docenas en los cuales Franco da el enterado para que se ejecute a la persona. Y entonces, en los días o semanas siguientes, antes de que la ejecución tuviera lugar, los auditores reciben nueva documentación o información que paraliza la ejecución y no se cumple la orden de Franco».
En la mayor parte de los casos, la pena capital era sustituida por la inferior en grado: reclusión perpetua, equivalente a 30 años. Gracias a sucesivos indultos, ningún condenado llegó a cumplir siquiera la cuarta parte. Los consejos de guerra se caracterizaron por una generalizada falta de garantías, pero esta lacra fue matizada en parte por una Orden del propio Franco de enero de 1940, que estableció de oficio la revisión de todas las sentencias por parte de los auditores militares, juristas de profesión. Los auditores cuestionaron miles de sentencias y recomendaron la conmutación de casi la mitad de las condenas, criterio que salvo un puñado de casos —inferior al dos por mil del total— asumió el dictador Franco.
El factor determinante para establecer si un condenado era ejecutado o no era su responsabilidad en delitos de sangre, bien como autor material, bien como responsable directo de su inducción. Si no existía prueba suficiente de esa responsabilidad, la pena era conmutada. Por dicha razón fueron indultados la gran mayoría de los mandos del Ejército Popular de la República, los comisarios políticos, los miembros de los comités revolucionarios, los espías o los guerrilleros. Las acciones de guerra no se consideraron actos criminales.
Uno de los aspectos más emocionantes del libro es ver cómo en muchos casos hubo víctimas que pidieron el perdón a sus verdugos. «No pensemos que aquí, en el año 36 o antes, media España se lanzó a combatir a la otra mitad. No es verdad. Es decir, los que de verdad fomentaron y ejercieron y decidieron la política de odio fueron aproximadamente un 10% de la población. El 90% restante no quería una guerra civil. Y una vez metidos en la guerra, fueron movilizados y obligados, y entonces intentaron salvar los muebles de la mejor manera posible. Es la realidad de España. Por eso luego la reconciliación fue tan rápida y tan inmediata. La verdad es que desde el primer día de la guerra hubo derechistas que protegieron a izquierdistas y hubo izquierdistas que protegieron a derechistas. Es decir, la reconciliación de los españoles empezó en julio de 1936 por parte de esa inmensa mayoría que no quería una guerra. Esa es la verdad. Lo demás son cuentos».