¡La burbuja de la estupidez!

«El dinero no es una invención del Estado. Es una institución social espontánea.» Carl Menger
Vivimos un tiempo en el que los mercados financieros han perdido toda coherencia. Lo que acaba de suceder en Japón es el mejor ejemplo: ayer, en el mismo día en que el bono a 30 años marcaba máximos históricos, la bolsa japonesa celebraba una subida de casi el 4%. En un mercado libre, ambas cosas serían contradictorias. Los bonos caros son la señal inequívoca de expectativas de estanflación, mientras una bolsa eufórica refleja optimismo y apetito por el riesgo.
Sin embargo, en el caso japonés, no hablamos de un mercado libre, sino de un mercado intervenido hasta la médula. El Banco de Japón sigue manipulando la curva de tipos y el Partido Liberal Democrático ha elegido a Sanae Takaichi como nueva primera ministra, reforzando la expectativa de que la línea fiscal y monetaria de estímulo perpetuo continuará sin cambios. El resultado es un doble espejismo: deuda en máximos y acciones disparadas, sostenidos no por ahorro real ni productividad, sino por liquidez artificial.
Lo que ocurre en Japón es la expresión más pura de la ilusión monetaria. El Banco de Japón ha eliminado la señal más importante del mercado: el tipo de interés. Y lo ha sustituido por un espejismo político y monetario en el que los precios de los activos se mueven en función de la respiración del banco central, y no de la economía real.
Mientras Japón finge prosperidad, Francia vive la cara opuesta. La dimisión de Sébastien Lecornu como primer ministro ha desatado el castigo de los mercados: la deuda pública francesa se ha encarecido, la prima de riesgo se ha disparado y los inversores se han desprendido de sus bonos. La diferencia es fundamental.
Francia no tiene banco central propio y depende de la confianza de los mercados y de la benevolencia del BCE. Al menor signo de inestabilidad política, el país queda desnudo. Con una deuda pública que supera el 110% del PIB y déficits crónicos, la dimisión ha sido la chispa que hizo saltar las alarmas.
En Estados Unidos y Alemania, las contradicciones adoptan otra forma. El techo de deuda en Washington es un teatro recurrente que siempre acaba en lo mismo: más gasto, más deuda y más emisión. Alemania presume de disciplina con su freno constitucional, pero en cuanto la presión fiscal o geopolítica aumenta, el corsé se rompe sin rubor. Incluso los bastiones de la ortodoxia han claudicado ante la lógica del dinero fácil.
La OTAN y los compromisos militares terminan de apuntalar este cuadro. El gasto bélico es la excusa perfecta para justificar déficits y deudas que en tiempos de paz serían intolerables. La guerra no genera riqueza: destruye capital y desvía recursos del sector productivo al improductivo. Pero en este mundo de bancos centrales sometidos a los gobiernos, lo militar sirve como coartada para seguir monetizando déficit tras déficit.
El resultado es que hemos roto el último corsé monetario que quedaba. El objetivo del 2% de inflación, durante años el ancla nominal de la política monetaria se ha convertido en un horizonte flexible, adaptado siempre a las necesidades de financiación de los Estados. La Fed y el BCE ya no son guardianes del poder adquisitivo, sino meras oficinas de crédito de los gobiernos.
Por eso hoy asistimos a un espectáculo grotesco: bolsas en máximos y metales preciosos también en máximos. En teoría, deberían moverse en direcciones opuestas. En la práctica, ambos suben por la misma razón: los tipos reales negativos, la expansión monetaria sin límites y la desconfianza hacia las monedas fiduciarias. Las acciones infladas por múltiplos irreales conviven con un oro y una plata que se consolidan como refugios monetarios.
Estamos ante una anomalía histórica. No vemos aún la burbuja en toda su magnitud, pero los ingredientes están servidos: máximos de dinero en efectivo en fondos monetarios, máximos de entrada de capital en ETF de oro, máximos de liquidez global y —casi podría decirse— máximos de estupidez. Los gobiernos han roto la eficiente asignación de recursos del mercado libre y la han sustituido por la hipertrofia del mercado especulativo. Han convertido el ahorro en un rehén de la política, y el capital en una ruleta alimentada por crédito barato.
El diagnóstico austríaco es claro. El tipo de interés natural ha sido suplantado por la manipulación política. La estructura de capital está distorsionada por proyectos que sólo sobreviven con dinero gratis. Los precios relativos han perdido su función de brújula. Los salarios reales se estancan y el ahorro en moneda se pulveriza. Los primeros receptores del crédito —Estados, bancos y grandes corporaciones— se benefician, mientras la mayoría paga la factura en forma de inflación y pérdida de poder adquisitivo.
El mundo se encamina hacia tres desenlaces posibles. El primero es una inflación controlada con tipos reales negativos y represión financiera para licuar la deuda poco a poco. El segundo es el ajuste deflacionario, necesario para depurar las malas inversiones, pero políticamente impensable. El tercero, y más probable, es una alternancia caótica de mini-recesiones y reflaciones forzadas, que prolonga la agonía sin resolver nada.
Lo que está en juego no es sólo la estabilidad financiera. Es también una cuestión moral. Hemos sustituido la disciplina del ahorro y la prudencia por la irresponsabilidad de gobiernos que se niegan a vivir dentro de sus posibilidades. Estamos incubando no sólo una burbuja financiera de consecuencias gigantescas, sino también una gran crisis de estupidez y de moralidad.
La historia económica enseña que los ciclos inflados por crédito fácil nunca acaban bien. Podemos seguir mirando hacia otro lado, inventar corsés fiscales que se rompen al primer golpe de realidad, o celebrar una riqueza ficticia alimentada por bancos centrales. Pero la verdad es que hemos roto el último ancla que quedaba: la disciplina monetaria. Hoy la economía global vive de prestado, bailando sobre un volcán de crédito barato y liquidez infinita.
Como advirtió Carl Menger, padre de la Escuela Austriaca, «el dinero no es una invención del Estado. Es una institución social espontánea». Hoy estamos pagando las consecuencias de haber olvidado esa lección.
Gisela Turazzini, Blackbird Bank Founder CEO.