Copa y puro
Copa y puro. La primera para el Barça y el segundo el que se llevó un Sevilla, que no fue un equipo de fútbol sino una feria. Ni compitió, ni arriesgó, ni jugó. Fue un rival indigno. La final le vino grande como a una hormiga el disfraz de elefante y no hubo partido. Sólo la afición sevillista mantuvo el pulso a la azulgrana en la pitada al himno. Luego, sobre el césped, fue un paseo.
Doblete de Luis Súarez, que se merendó él solito a la defensa del Sevilla, y gol de Messi, que siempre aparece en las finales de Copa… menos las que juega contra el Madrid. En la segunda parte, ya con el Sevilla en plena dimisión, Iniesta marcó el cuarto como epílogo a la que será su última final con el Barcelona. Fue el canto del cisne de una belleza magnífica frente a un rival que no había bajado los brazos, sino que jugaba con las manos en los bolsillos.
Primero fueron los pitos y luego empezó el fútbol. Salían Barça y Sevilla con sus mejores galas. Valverde había aprendido la lección de Roma y recolocó a Sergi Roberto como lateral derecho. Semedo volvía a su puesto natural (el banquillo) y Coutinho acompañaba a Messi y Suárez. También iba al banquillo Dembélé, el muchacho por el que el Barça pagó 145 millones este verano y que aún está más verde que el Increíble Hulk. Ah, y jugaba Cillessen en lugar de ese maravilloso robot hecho portero que es Ter Stegen.
En el Sevilla también salía el once de seguridad de Montella. Y de salida intentó apretar el equipo hispalense, pero pronto el toque del Barça les obligó a meterse atrás. Mal asunto. Iniesta y Messi acaparaban rápido el protagonismo y, la peor noticia para el Sevilla, era que el Barça había salido dispuesto a presionar arriba, otro gallo les habría cantado de haberlo hecho igual en Roma.
Un paradón memorable de Soria a disparo lejanísimo de falta de Messi fue el primer aviso serio del Barça. El meta sevillista voló para llegar a la escuadra y salvar el gol –que habría sido golazo– de los azulgranas. Pero no quiero hablar más de porteros, que me encabrono. El paradón de Soria sólo era un síntoma del dominio absoluto en el partido del Barça.
En el 14 llegó lo que se veía venir: el gol de los azulgrana. Fue una asistencia genial de Cillessen, un portero que se sacó un pase largo que la mitad de los mediocentros del mundo no sabrían hacer. La pelota pilló mal parada a toda la defensa del Sevilla, tocando las palmas y pidiendo fuera de juego. El balón llegó a Coutinho, que aceleró y asistió para que Luis Suárez, que había acompañado la jugada, rematara a placer en el segundo palo.
Manda el Barça, se acompleja el Sevilla
El Barça obtenía el premio merecido a su empuje inicial ante un Sevilla timorato y acomplejado. Luis Suárez mordía a Mercado, que parecía una especie de Heidi disfrazada de central. El gol espoleó algo a un timorato Sevilla, que lo intentó desde una desesperante impotencia. Eran los niños pequeños jugando contra los mayores. No había partido.
En el 27 casi marca el segundo el Barcelona, pero el disparo de Iniesta –que había tocado en un rival– se estrelló contra el larguero. Luego perdonó el Sevilla, tan acostumbrado a ganar finales ante equipos de serie B, y lo acabó pagando pasada la media hora. En el 31 una jugada cocida entre Iniesta y Jordi Alba la sentenció Messi, que colocó el 2-0 sin inmutarse y pasaportó la final a falta de una hora de juego. Colorín, colorado, el Barça la final había ganado.
Con la final resuelta, Luis Suárez hizo el 3-0 en una galopada en la que dejó retratado a Mercado. La lentitud, la impotencia y la falta de dureza del central del Sevilla resumían a las claras lo que había sido la final: un paseo del Barcelona que no necesitó ni acelerar.
Iniesta cierra el círculo
En la reanudación el Sevilla ya estaba muerto y enterrado, pero quiso salir al césped para que se jugara el segundo tiempo. Hizo el mismo ridículo que en el primero y el Barça siguió campando a sus anchas. Hasta Iniesta se permitió el lujo de despedirse del fútbol de élite de clubes –esperemos que en el de selecciones llegue lejos– firmando un golazo después de una gran pared con Messi y de sentar a David Soria.
El segundo tiempo era a todas luces intrascendente. Se trataba de saber si el Sevilla se llevaba la mayor goleada de la historia de una final de la Copa del Rey o maquillaba el resultado de un partido en el que nunca estuvo. Llegó el quinto en un penalti (justo) que transformó Coutinho, uno de los jugadores que demostró que no se encoge en las finales.
No ocurría mucho en el partido, más allá de que el Barça podía marcar el sexto en cualquier momento, pero tampoco lo intentaba con insistencia. Le valía y le sobraba con cinco. Salieron Paulinho y Dembélé en los minutos finales para hacerse la foto de la final, una final que no tuvo ni emoción, ni historia porque el Sevilla no se presentó y el Barça tuvo el partido más cómodo no de esta temporada, sino de las últimas tres décadas.