Universidades vacías
Históricamente, el acceso a la universidad era un privilegio para muy pocos, que, conscientes de la ventaja y el honor que suponía, se esforzaban y aprovechaban esta suerte con dedicación y honestidad. Al terminar los estudios, la sociedad honraba esa laboriosidad, situando al licenciado en una posición superior, con un reconocimiento general y consensuado, que solía ir parejo al éxito profesional y al despliegue económico.
En mis años de estudiante, al menos a mi alrededor, nadie se planteaba ponerse a trabajar al terminar el bachillerato. Los pocos que optaban por la formación profesional eran mirados con cierto desprecio, como si fueran esclavos ofrecidos voluntariamente para abanicar a los útiles. Eran los primeros años de la década de los noventa, las facultades estaban llenísimas de alumnos, siendo lugares vivos, convertidos en nidos de esperanzas e ilusiones.
Progresivamente, y dada la enorme cantidad de alumnos que había matriculados, comenzaron a proliferar facultades de las mismas materias a diestro y siniestro, aumentando asimismo el número de personal docente. La estructura histórica se estaba invirtiendo. Cada vez más licenciados parados y cada vez más profesores sin pasión ni vocación. Ahora, la demografía habla por sí misma, los pasillos de las facultades son desiertos, clases con cinco o seis alumnos, muchos de ellos estudiantes venidos de otros países con becas temporales.
Es ya evidente que sobran centros universitarios y profesores. Siguiendo con mi osadía habitual, voy a dar alternativas para hacer pensar. Lo primero que habría que hacer es explicar a los estudiantes de bachiller que el acceso a la universidad no es una obligación, sino una opción. No todo el mundo sirve para lo mismo, por más que sus padres quieran. De hecho, pueden pasarse cuatro años sentados en una bancada para luego terminar igualmente sentados delante de una caja de supermercado, aunque siempre les quedará el acceso a la política, como a la ex ministra Montero.
Continuaría cerrando todas las universidades privadas, pues en su mayoría son prolongaciones de los sistemas de enseñanzas colegiales, sin dejar rastro de madurez e independencia intelectual en el alumnado. Únicamente tendrían valor oficial los títulos conseguidos por la universidad pública, que sería una, apostólica y romana. Reduciría la burocracia al mínimo imprescindible, separando los asuntos administrativos de los intelectuales; y, por tanto, evitando que los burócratas- que no son intelectuales- dominen el cotarro, como ocurre actualmente.
Entonces, tendríamos una universidad centralizada, que desplegaría sus materias en diferentes facultades que, por supuesto, podrían estar repartidas por todo el territorio. Igualmente, exigiría un mínimo de alumnos por clase y, si no se llenase el cupo, claramente sería una señal de que ese espacio es prescindible. Esos alumnos, si verdaderamente tuviesen interés, podrían recibirse en otro centro que sí cumpliese el cupo requerido. Asimismo, fomentaría las becas para alumnos que hayan demostrado su valía y que no pudiesen permitirse los desplazamientos.
Es un reajuste que podría parecer anticuado, pues es el que imperaba el siglo pasado, pero si el camino que avanzamos no tiene los resultados esperados, es obligado mirar hacia detrás y hacia delante buscando la mejor de las soluciones. Es el prestigio del título universitario el que está en juego, así como el equilibro de una sociedad que claramente demuestra síntomas de enfermedad. Tantos licenciados parados, que no pueden ni independizarse de sus padres, se enfrentan a otras carencias sociales que no se cubren en la actualidad. La actitud y la intención deben ir adaptándose a los tiempos, y éstos cambian a velocidad de vértigo.
Si las facultades son fantasmales, si las clases y las conferencias tienen más personas detrás del estrado que delante, si buscar a un buen electricista o fontanero es una labor más difícil que sacar un máster, si las mentes humanas se están transformando a marchas forzadas desde el inicio de la era digital, ¿no serán suficientes pistas para entender que el sistema universitario está obsoleto tal como está ahora mismo?
Los rectores se quejan de que no hay dinero para las actividades de interés científico. Un nuevo dato que confirma que el equilibrio se ha perdido. Sobran centros universitarios, profesores y alumnos que no sirven para estudiar. Es necesario volver a aspirar a la excelencia, fomentar el esfuerzo, poner en valor la capacidad intelectual de los profesores en detrimento del sistema actual de papelitos para burócratas y, sobre todo ello, hacer un obligado reajuste práctico hacia la nueva realidad social que la digitalización ha establecido.
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