Todos somos corruptos
España es corrupta en la medida en la que lo somos cada uno de nosotros, en nuestra pequeña parcela de libertad individual y responsabilidad adherida. Somos los ciudadanos los que situamos el umbral de la tolerancia sobre lo que es correcto o no y vertimos nuestros prejuicios en función de quien comete el delito y lo cerca o lejos que esté de nuestras preferencias personales o ideológicas. Así, no juzgamos con equidad e imparcialidad en nuestro eterno tablero de tolerancia condicionada, sino determinados por las siglas o nombres que firman la granujada.
La trama corrupta que amenaza con destrozar la legislatura y al gobierno más inestable de la democracia recuerda a la que motivó la salida de Rajoy en junio de 2018. Sin sentencia judicial que termine por confirmar el expolio que el gobierno hizo con el caso de las mascarillas, las pruebas en la mesa y las sospechas fundadas de lucro por parte de ministros y allegados obligan a extremar las responsabilidades, aunque el relato haya comenzado.
Sánchez presume de transparencia cuando ha hecho de la opacidad falconera su modus operandi. Vende en un mitin de rebaño amansado la ejemplaridad del PSOE, en una enmienda a la totalidad de su historia y segundos después de pedir a la Fiscalía General del Estado que bloquee toda investigación sobre el caso Koldo, que es el caso Ábalos y por ende, el caso Sánchez. La Fiscalía Anticorrupción, que es la fiscalía de corrupción del PSOE, ha permitido que dos docenas de implicados no hayan sido detenidos por negligencia y evidente compadreo. Con el Constitucional comprado y Cándido apretando las filas y los dientes, sólo nos queda como salvaguarda democrática el Supremo para no ser ya la Venezuela menguante con la que sueña Zapatero.
Cuando se inició la pandemia, ciudadanos ilustres de patrimonio considerable y empresas punteras se ofrecieron, sufragando ellos el coste, a traer aviones repletos de mascarillas y equipos médicos para ayudar a las diferentes administraciones a gestionar mejor la incertidumbre. La respuesta de Moncloa, epicentro capital en todo este pestilente asunto, fue que el Estado se ocuparía de eso. En aquel momento lo vimos como un gesto lógico y normal, propio de quien buscaba que nadie hiciera negocio con un asunto tan delicado mientras el número de fallecidos agrietaba las estadísticas. Ahora sabemos por qué desde Moncloa y Ferraz, junto a sus socios del trinconeo público, atacaban que la iniciativa individual, la sociedad civil, tomara las riendas. No querían que Amancio Ortega, Juan Roig y tantos otros donaran mascarillas ni ejercieran de intermediarios con China porque así no podían controlar el negocio con el que se han lucrado tantos y tan buenos socialistas patrios.
Sánchez debería caer por la misma razón por la que llegó al poder, amparado en una moción de censura: la corrupción. Sin embargo, ni la salida de Rajoy fue motivada por un repunte de pureza moral en el socialismo de sigla y chivo ni Pedro iba a instaurar otro régimen que no fuera el de su egotismo autócrata. Y en esto debería estar el PP todos los días, anunciando y denunciando que el cabecilla y jefe de la peor trama corrupta de la historia de la democracia es Sánchez. El PSOE y Sánchez.
No obstante, y aunque desde Génova vean la luz comunicativa, poco o nada va a cambiar en España. La corrupción gobierna porque así se ha votado y así se votará. No es vista como algo intolerable, pues no serían elegidos quien, con fruición, incurren en los mismos comportamientos y prácticas elección tras elección. España es un sistema estructurado en la corrupción de sus gentes y sirvientes, críticos y mansos, podredumbre moral y secular que no variará con la correspondiente alternancia política de rigor. Se requiere un verdadero terremoto educativo que enseñe en virtudes éticas e instruya en valores morales sobre lo que es correcto, justo y pertinente, así como en su contraria consecuencia.
De todas las exigencias habidas, la primera que hay que empezar a observar con insistencia es la ciudadana. Que tengamos un Gobierno que miente, roba, saquea y trafica con influencias, que este mismo Gobierno integre entre sus miembros a un ministro que dedica su tiempo de trabajo al insulto y la descalificación a todo ciudadano que no le baile el puente y que todos formen parte de un sistema político donde los vagos e iletrados se hacen ricos sin más oficio ni formación que el mantenimiento de la poltrona, es culpa nuestra. Somos, como pueblo, responsables de lo que elegimos. Y hay que empezar a decirlo. Aunque gran parte de los ciudadanos electores hayan mutado en focas que sólo buscan su pescado diario u ovejas que no saben vivir sin el perro que les ladra y el pastor que las condena.