Y sonaron las campanas de Calafórnia
El claustro del colegio de Montesión ha sido desde tiempo inmemorial un referente para todos aquellos que hemos estudiado bachillerato al cuidado de los jesuitas. De ahí, salíamos en fila de a dos hacia las aulas y ahí fue donde se vivieron momentos memorables de nuestra historia escolar. Por ejemplo, el escenario de tantas fotografías de curso. Era, aquel espacio, el alma de una historia de siglos y testigo además de una leyenda, «ya voy, Señor», escrita en la peana de una escultura que representaba a San Alonso Rodríguez, modesto hermano y portero de la casa que cada vez que sonaba la campana se levantaba cansino de su asiento para abrir la puerta a visitas, allá por el siglo XVII. Entonces ya debía existir este claustro.
San Alonso seguía tan vivo, que su cuerpo incorrupto se encuentra en una urna instalada en una de las capillas de la iglesia por la que podías acceder igualmente desde ese mismo claustro. Tuve el honor de pertenecer al coro del colegio que cantaba en las ceremonias religiosas de relevancia. La voz de petróleo me apodaban, no me pregunten por qué, y más de una vez fui seleccionado entre otros compañeros para cantar con adultos en ocasiones que reclamaban voces mixtas. También vestía las ropas de cruzado una vez al año, España era entonces un Estado confesional y había momentos que reclamaban ciertas celebraciones. Aunque la enseña natural de los alumnos de los jesuitas era pertenecer a la Congregación Mariana.
El nombre del padre Sabater para los colegiales de mi generación siempre será un referente inolvidable. Puedo asegurarles que pese al agnosticismo de mi hora presente, aquella experiencia jamás llegó a traumatizarme. Al contrario. Es un recuerdo vivo y agradecido de mi lejana memoria.
Ese claustro era, además, la medida del paso del tiempo, siempre contando con la escalera que conducía a determinadas aulas y asimismo a las celdas de los jesuitas, otra escalera directamente enfocada al resto de las aulas y una tercera escalera que daba al salón de actos. Con el babero a rayas y bordado el escudo del colegio aguardábamos para encaminarnos en orden y en silencio al curso que nos correspondía. Eran, los míos, días del prefecto Solé Asens y del hermano Prades, ambos en la cima del terror escolar.
Días pasados, José Carlos Llop, compañero de aula de mi hermano Enrique, publicaba un acertado artículo sobre su experiencia en Montesión, que en parte es semejante a la mía porque compartíamos generación. La mayoría de los nombres que cita también los guarda mi memoria y uno en especial: el padre Marqués, que ofició la ceremonia religiosa de mi matrimonio.
Aquel claustro, que allí permanece y lo seguirá haciendo por imperativo de los preceptos patrimoniales, también señalaba el camino para acceder a los primigenios patios de recreo, aquellos que nos vieron crecer los años de inmaculada adolescencia en los 1950 y 1960. También allí estaba la puerta de acceso a una suerte de bar donde comprábamos los bollos con chocolate, y, asimismo, la cueva donde aprendimos a ser mayores en las tareas del divertimento. No acierto a saber cómo era antes, pero quiero tener por cierto que mis predecesores durante cuatro siglos sí vivieron algo parecido a nuestra experiencia infantil. Imagino que ya entonces, como así ocurrió con nosotros a mediados del siglo pasado, fueron las generaciones llamadas a liderar la vida social palmesana, convertidos en prohombres de su tiempo.
Un sentimiento que venía reforzado, entre otras razones, porque un diez en cualquier colegio no pasaba de ser un siete o un ocho en Montesión. No es casual que Gabriel Cañellas contase para su Consell de Govern con algunos compañeros de curso en Montesión y la verdad, no lo hicieron nada mal.
Entrevisté a Félix Pons Irazazábal poco antes de morir, para la revista de antiguos alumnos de Montesión. Su añoranza de aquellos años escolares era de una convicción y ternura que nada tiene que ver con todas las leyes de educación aprobadas por su partido, el PSOE, que han contribuido a la creación de generaciones desinformadas y completamente acríticas, nada que ver con la formación que recibíamos en los jesuitas de aquel entonces.
El claustro de Montesión fue para mi generación y otras cuantas más una suerte de fuente de energía y de recuerdos a veces variopintos que siguen en la memoria, como aquella vez que nos visitó el obispo de Los Ángeles, jesuita él, con todos nosotros formados en el claustro a modo de pasillo de gala, viendo pasar a la jerarquía eclesiástica de menor a mayor en función del perímetro de sus barrigas. Nos llevaron a los bancos de la iglesia para escuchar el sermón del obispo estadounidense. No recuerdo el motivo, pero me queda la viveza de nuestra algarada contenida cada vez que él repetía en su parlamento, una y otra vez, «y sonaron las campanas de Calafórnia».
Ese era el espíritu del claustro: ayudarnos a crecer con disciplina pero sin ataduras. También crear un cierto espíritu competitivo a través de sutiles incentivos, como los trenes de cartón colgados a la vista de todos en las paredes del claustro, representando a cada curso, y avanzar en función del dinero que cada aula era capaz de recaudar entre familiares y conocidos, a beneficio de las misiones levantadas por los jesuitas.
Me siento orgulloso de haber estudiado el bachillerato en Montesión en los años de la dictadura. Con los jesuitas aprendí a ser libre sin cortapisas. Hoy la noticia amarga es que cierra el colegio, después de 450 años. Dejará de ser el centro educativo en activo más antiguo del mundo. Es el fruto de la incapacidad de defender el patrimonio, que una vez definió a generaciones.
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