Sí, pero votaron al PSOE

votaron PSOE

Llegados a este punto, afirmamos, con la permanente duda que otorga la hipérbole, que el socialismo es la enfermedad moral de nuestro tiempo. También lo fue de su tiempo, pero el contexto de entonces permitía alegrías subversivas hoy transformadas en denuncia aburguesada por los revolucionarios de mando y sillón. Y lo es porque siempre obtiene la vacuna perfecta para el perdón espiritual y la amnistía sociológica, que es el peor de los perdones. Al socialismo no le juzga el pueblo ni la intelectualidad por lo que hace, sino por lo que no ha hecho, otorgándole un aspecto salvífico atribuible a la sinrazón de mentes abducidas por un buenismo sólo hallable en la literatura.

A diferencia del cristianismo, los apóstoles del socialismo no predican en el desierto, sino que replican sus ideas en plazas llenas de acólitos subsumidos, quienes aplauden cualquier efervescencia ilógica que salga de boca del líder, el que sea, mientras reposan debajo de él las siglas que fundamentan la tribu, o sea la secta.

Estos días, las dos personas que más y mejor asesinaron a Montesquieu, se han dado un garbeo por los medios y foros tribuneros para lamentar la muerte del Estado de derecho a manos de un súbdito ideológico de su tiempo. Felipe González y Alfonso Guerra dominaron la España ochentera con el mismo garbo personal con el que Sánchez ahora enseñorea su autocracia sin medida mientras se da golpes de demócrata sin parangón.

Reconocen, con verdad, que ahora son libres para decir lo que quieran. Sin embargo, parece que no lo son tanto para hacer lo que deben. Porque claman contra la amnistía que Sánchez regalará a Puigdemont, convirtiendo al delincuente en víctima y a la víctima en represora, y en esa denuncia, solicitan a los españoles que no permitan ese chantaje, ni consientan que la democracia sea un recuerdo en manos de su Sanchidad. Pero Felipe y Alfonso, Alfonso y Felipe, olvidan en esa admisión lo más importante: ellos, antes de protestar, votaron. Y votaron a Sánchez.

Si los socialistas de pedigrí, que antaño llenaban manifas en plazas de toros con chaquetas de pana porque querían ser como Felipe, escuchan al dúo replicar en estéreo que, a pesar de todo, siguen votando al PSOE, ¿qué no van a hacer ellos? ¿Acaso esperan que el ciudadano de izquierdas modifique su voto a futuro porque hay un señor malvado en Moncloa que quiere cargarse la Constitución, cuando ese ciudadano ve cómo los padres fundadores de la cosa son los primeros en votarlo?

Lo que a González y Guerra molesta de las intenciones de Sánchez es el derribo que hará de su obra, que ellos valoran en más estima que lo refrendado por la Transición. El régimen de libertades que quiso implantarse fue enmendado por otro régimen socialista de prebendas y asaltos institucionales que ahora con el sanchismo da otra vuelta de tuerca liberticida. Pero esa, y no otra, es la clave de bóveda de tanto socialista fetén desencantado: Sánchez es el perfecto autócrata mentiroso, el preclaro felón narcisista y el retrato perfecto del egocéntrico sin pausa. Pero es del PSOE, aunque no sea aquel PSOE. Y eso está por encima de todo. También de Alfonso y Felipe, que corren los primeros a sentenciar en la urna su militancia.

Mientras haya gente a la que le vaya bien con Sánchez, sus ocurrencias, ilegales, inmorales o innecesarias, serán validadas. Funcionarios a los que Sánchez aumenta paga y contrato, medios de comunicación a los que Sánchez equilibra los balances anuales con suculenta publicidad institucional, pensionistas a los que Sánchez incrementa su nómina hayan o no hayan cotizado lo que ahora cobran, parados sin ganas de trabajar alegrados con ayudas y subsidios, empresas vividoras del BOE y los contratos públicos, desempleados con salarios mínimos más ilusionantes que madrugar para ganarse el pan, inmigrantes con ganas de vivir el sueño socialista, que no español. Todo esto suma la media España satisfecha de que Sánchez siga en el poder. Y Sánchez lo sabe.

Los socialistas antiguos como González y Guerra, hoy indignados de toda indignación, me recuerdan a aquel personaje mexicano de los setenta que llegó a nuestras televisiones con ingenuidad del que no sabía lo que decía ni se responsabilizaba nunca de lo que hacía. Ante cada despropósito y barrabasada cometida, respondía «fue sin querer queriendo». Como el voto de Felipe y Alfonso a Pedro.

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