Señores políticos, bajen los impuestos
La senda para una España competitiva —¡ojo, porque ese término no entra, me temo, en la mentalidad de la mayor parte de nuestra clase política!— es justamente la contraria: bajar impuestos. Si se suben los impuestos, lo cual, dicho sea de paso, constituye una monumental genialidad de indigencia intelectual entremezclada con una falta de imaginación económica increíble, se degüella a las empresas españolas, que son el motor de nuestra economía, erosionando la renta familiar —habrá que reducir gastos y los de personal tienen todos los números por su elevado peso en las cuentas de pérdidas y ganancias— y, en cierto modo, invitando a que grandes empresas españolas se planteen seriamente deslocalizarse, como me decía hace un par de días un alto directivo. La llamada “tasa Google”, por su parte, refleja el manifiesto complejo de inferioridad europeo respecto a Estados Unidos, y atentos a cómo podría reaccionar Donald Trump en cuanto se entere de que España grava a las compañías tecnológicas con un impuesto, tomando la iniciativa en Europa para tal gravamen.
La furia trumpiana desatada contra China puede quedarse en miniatura comparada con los aranceles que Estados Unidos fije sobre productos procedentes de España. Esa “tasa Google” es la viva muestra de la incompetencia europea y española en saber penetrar en la era disruptiva y tecnológica cuando la economía mundial se está transformando. De otro lado, el impuesto a la banca, justo cuando en España sobrevuelan incertidumbres políticas de altos vuelos, tal cual sucede en Italia, con un horizonte a la vista aún caracterizado por tipos de interés, mermará en algunas entidades entre el 6 y 7% de sus beneficios consolidados y en otras, más concentradas en el mercado español, el 10%. Y el crédito necesariamente se resentirá cuando precisamente tiene que reanimarse para seguir dando impulso a la actividad empresarial y a las inversiones familiares. Incluso eso de que se grave a la banca para pagar pensiones, que no es del todo correcto, entra de lleno en lo que es un impuesto finalista.
Lo de armonizar el impuesto sobre el patrimonio y el de sucesiones será sinónimo de subida en todas las comunidades autónomas. Lo macabro de ambos impuestos es que en el primero se grava el ahorro, la prudencia familiar que ayuda a construir un país, los dineros de las clases medias… porque los pudientes disponen de fabulosos entramados para evitar tal tributación, mientras en el segundo se trata de hacer tributar a la muerte, ¡cuánta más gente se muera más impuesto sobre sucesiones recaudamos!, suelta burlescamente y en voz baja algún político autonómico de pacotilla y de miras más bien estrechas. Como muy bien se afirma desde estamentos empresariales, lo que hay que hacer es atacar la raíz los problemas de nuestras cuentas públicas. El origen del déficit está en el desmesurado gasto público. En los últimos 20 años se ha dilapidado cerca de 100.000 millones de euros en obras públicas mal programadas, innecesarias, abandonadas o infrautilizadas.
Soslayemos mordidas, corrupciones, gastos ineficientes, organismos superfluos y chollos y mamandurrias a granel. El exceso de gasto público actualmente en España se calcula sobre el 4% de nuestro Producto Interior Bruto, o sea, unos 46.000 millones de euros. Podando ese gasto desmadrado, las cuentas cuadran sin necesidad de darle a la guillotina impositiva. En definitiva, que estrujando tanto a nuestras empresas, grandes, medianas y pequeñas, se pone por parte del Gobierno la primera piedra para arrasar con nuestra prosperidad económica. Morirán nuestras empresas o emigrarán, por meros afanes de supervivencia que no defraudatorios, hacia otros confines donde se aprecie y reconozca la creación de valor que reporta el mundo de la empresa. ¡No nos carguemos a las vacas lecheras de la economía española!