La risa de Oriente

La risa de Oriente

Imaginen unos niños en la orilla del mar discutiendo por el cubo de agua que necesitan para hacer su castillo; sus padres hacen lo propio con el espacio de su sombrilla al cuestionarse si es el adecuado o si los individuos de al lado, que han llegado después, les han comido el terreno de arena que consideran que les pertenece. Al fondo, un tiburón inmenso de afilados dientes se acerca sigilosamente, hambriento de justicia y de poder, firme en su propósito y conocedor de su lenta pero aplastante victoria. Un anciano y experimentado pescador les avisa del peligro, pero los veraneantes están demasiado enfrascados en lo pequeño y no son capaces de mirar más alto ni más lejos para afrontar el peligro inmenso que les acecha.

En mi veraniega metáfora, nada alegre a pesar del tono estival, los niños y sus padres son los políticos que dirigen los países occidentales. A pequeña escala, es Sánchez ayer con sus problemillas de investidura y de no conseguir convencer a nadie, es el coletas y sus dantesca pandilla y, en conjunto, son los profesionales actuales de la política (creo que así se debe de llamar a los individuos que hoy en día optan por esa vía laboral para subsistir, que, como sabemos, sólo necesita dos aptitudes: verborrea y poca vergüenza).

En sus peleíllas de mercado, lo trascendente, según nos cuentan los medios de comunicación, es si le tocaba a uno la vez y otro se le ha adelantado, que si a fulanito le han insultado y menganita no le ha defendido, que si uno se baja del burro para que suba otro porque llegó antes, que si el más fuerte (o el más dicharachero) dice que es el presidente y hace lo que le da la gana, que si uno grita más es que tiene más razón, que si el cuarto y mitad de habichuelas está carísimo, que si con estos pelos me he levantado y con estos pelos voy al congreso porque soy más mujer que nadie y ningún hombre me dice lo que tengo que hacer con mi aspecto. Es decir, el día a día de la política de este país.

En medio de esa vorágine, de la que, a tenor de los hechos, debe ser dificilísimo salir (imagino el grado de adicción que debe de crear el saberse dueño de un escaño y con derecho al “vociferío” pagado), las ciudades europeas, nuestras urbes españolas, sus estaciones, sus controles de aeropuertos, sus comercios, sus espacios públicos, se llenan de discretos tiburones, individuos silenciosos, sigilosos en sus formas, que llegan y llegan sin cesar de la otra mitad del planeta. Cada vez se adentran más y no llegan solos; suelen venir cargados de niños que son la semilla de su ideología y sus creencias éticas y religiosas, tan distintas de las nuestras.

Tan sigiloso es todo en sus formas y tan alto es el escándalo de los gritos en los congresos de las capitales europeas que parece que nadie los oye ni los ve. De vez en cuando, algún concienzudo periodista de opinión vuelve a dar la alarma, pero queda en eso, en nada, al igual que pasará con este texto. Cuando me los cruzo, retiro mi mirada. Me dan miedo, pánico. Y me produce terror entender que esos niños que llevan de sus manos serán los que manden sobre nuestros nietos. No son tolerantes y su seguridad es apabullante. En la antigua Fábrica de Tabacos de mi ciudad, Sevilla, una tarde de este julio, calurosa y solitaria, veo a lo lejos un burka del que salen unos ojos que se clavan en mí; a su lado, su dueño. No sé dónde meterme porque la imagen me hace entender qué es lo que está pasando.

Siento miedo, vértigo y soledad. ¿Es que nadie quiere entender? ¿Es que no interesa entender? ¿Es que es una batalla que se da ya por perdida? ¿Es que los que mandan en Occidente no tienen hijos? ¿Qué es lo que está pasando? Y llegó el tiburón a la orilla y cundió el pánico. El pescador miraba la escena impasible. Él ya la había imaginado hacía tanto tiempo, que simplemente corroboraba sus pensamientos. Ya no importaban los cubos de agua, ni las sombrillas, ni los pelos en las axilas, ni los coches blindados. Todo flotaba a la deriva. El futuro se tornó de otro guisa. Las mil y una noches ya no permitían cuerpos en bikini, ni daikiris, ni motos acuáticas. Una nueva era está por comenzar. Pero sigan, sigan… ¿cómo era eso? Indepen… ¿qué?… Y perdonen que es la hora del Ramadán y más de uno debe estar muerto de hambre.

  • Clara Zamora Meca es Doctora en Historia del Arte y periodista.

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