Revuelta social… contra ¡¡¡la CEOE y el PP!!!
Comparto muy pocas cosas con Thomas Piketty, autor del celebérrimo Capital, la biblia del podemismo mundial. Una auténtica birria intelectual plagada de lugares comunes falsos obra de un niño de papá metido a más que presunto defensor de los pobres del mundo. Su peripecia vital es idéntica a la de tantos otros: hijo de trotskistas pijos de los de mayo del 68, repijo él mismo con cierta deconstrucción en la indumentaria personal, vendemotos profesional y comunista 3.0. Un Pablo Iglesias, un Carolino Bescansa, un Espinar o un Rito Maestre de la vida pero en versión made in France, que mola bastante más porque todo lo que viene de la nación de Juana de Arco es siempre más sofisticado y, desde luego, salta a la vista, aseado. Y en el caso que nos ocupa, infinitamente mejor formado, no vamos a comparar a un tipo que ha pasado por la London School of Economics y la Escuela de Economía de París con sujetos que se educaron en esa Facultad de Políticas de la Complutense que se parece más a una universidad de La Habana o Managua que a una de Berlín, Copenhague o Ámsterdam.
Sí estoy de acuerdo con él en esa tesis que viene repitiendo cual papagayo de año y medio a esta parte: la coyuntura de la economía mundial contiene todos los ingredientes para revivir las grandes revueltas de la historia. Empezando por ese mayo del 68 del que hablaba en el párrafo anterior, que comenzó con algaradas universitarias a adoquinazos y concluyó con la mayor huelga general que se recuerda en Europa y De Gaulle fuera de juego, y terminando por esa Revolución Francesa que cambió el mundo para bien, pasando por levantamientos como las Germanías, el de los comuneros, el de Wat Tyler contra la injusticia fiscal de la Inglaterra medieval o más recientemente ésa de los chalecos amarillos en Francia. Al final, la pela es la pela y la mayor parte de las insurrecciones populares sobreviene porque el común de los mortales carece de dinero suficiente para llegar a fin de mes. El hambre, esto es, la miseria, es siempre el motor de las grandes asonadas de la historia.
Me llama mucho la atención que, con una inflación del 9,1%, la ciudadanía aún no haya asaltado la vía pública contra el Gobierno
El movimiento de los gilets jaunes en el país vecino surgió por dos motivos que nos deberían sonar de algo: el egoísmo de los sindicatos, que están más en la defensa del negocio que en dar la cara por los trabajadores, y el brutal aumento del precio de los combustibles registrado en 2018. Los transportistas fueron los primeros que se echaron a la calle. Como veían que las centrales sindicales pasaban de ellos, se organizaron vía redes sociales para clamar contra el encarecimiento de la gasolina y el diésel que estaba matándoles por culpa de esa cara gracieta que es el impuesto al CO2, que no sirve para luchar contra el cambio climático sino para contratar más y más burrócratas —sí, con doble r— y para disparar el gasto público. Superfluo, claro. Caso palmario es el de la ecotasa del Gobierno socialcomunista balear, que ha destinado 1,2 millones de este tributo a financiar a precio de concierto de Coldplay una gala de los Cuarenta Principales de la Ser.
El imparable motín de los chalecos amarillos que dejó boquiabierto al mundo hace cuatro años fue el primer síntoma de lo que puede acabar aconteciendo a nivel mundial. Allí empezó como algo gremial, los transportistas, pero terminó degenerando en una gran rebelión de las clases medias y bajas por la pérdida de poder adquisitivo víctimas básicamente de una presión fiscal igual de salvaje que en el resto de Europa. Los impuestazos supusieron, entre otras cosas, un encarecimiento de hasta el 23% de los carburantes que emplean los profesionales del sector en general y los ciudadanos en particular en un país en el que coger el coche no es un capricho sino una necesidad en las grandes ciudades. El presidente Emmanuel Macron tuvo que claudicar para evitar que esta rebelión aparentemente espontánea acabase con un cambio de régimen o, cuando menos, de República.
A mí me llama poderosamente la atención que, con una inflación del 9,1% en España, la ciudadanía aún no haya asaltado la vía pública para poner a caldo al Gobierno. Porque tan incontrovertible resulta afirmar que el insufrible encarecimiento de precios es moneda de uso corriente en todo Occidente —no es el caso de China, que la mantiene a raya en menos del 2%— como que en el análisis comparado salimos como los peores de la clase de los grandes estados de la zona euro. Nuestro 9,1% contrasta con el 8,4% de Italia, el 7,9% de Alemania o el 5,6% de Francia. Es lo que he dado en llamar el efecto Sánchez. Por no hablar de la subyacente en la que volvemos a ser los nefastos campeones: nuestro 6,2% da vergüenza al lado del 4,8% de promedio comunitario. Y ojito porque los economistas prestan especial atención a este parámetro porque no refleja ni productos energéticos ni alimentos no elaborados, vamos, que es el que sirve para calibrar de verdad la gravedad de la enfermedad.
Los sindicatos callan como putos pese a que los españoles sienten ya la soga al cuello y las pasan canutas para llegar a fin de mes
La inflación es una implacable e infalible fábrica de pobres. Las élites, incluidas obviamente las políticas, no tienen ningún problema para llegar a fin de mes pero esa gran masa silenciosa que son las clases medias y bajas las pasan canutas para cuadrar las cuentas del hogar. Cuando los alimentos cuestan oficialmente un 15% —el dato real probablemente sea el doble— más que hace un año, los carburantes un 40% y la electricidad hasta un 85%, la paz social salta por los aires. No quiero pensar la que se puede liar este invierno si se producen cortes en el suministro o si hay más familias de la cuenta que tienen que apagar la calefacción porque no pueden abonar la factura. Ojito porque el calor se tolera mejor que el frío.
Hasta ahora el españolito corriente está aguantando las embestidas de la inflación porque ahorró durante los confinamientos de la pandemia. Elemental, querido Watson: si no puedes salir de las cuatro paredes de tu casa, no puedes gastar. Por eso los niveles de ahorro están en cifras récord. Pero el disparado coste de la vida se los está comiendo a pasos agigantados. Si a eso le añadimos las 42 subidas de impuestos de Pedro Sánchez, la inmensísima mayoría no precisamente a los ricos, entenderán por qué no estoy loco cuando hablo de revuelta.
Durante todos estos meses de inflación e impuestazos encubiertos, que van a permitir a Sánchez recaudar 40.000 millones más en el ejercicio 2022, nadie ha dicho esta boca es mía. Los sindicatos callan como putos, putas y putes pese a que los españoles sienten ya la soga al cuello. Ni una sola protesta contra el gran culpable de que cada vez más familias sean incapaces de cuadrar las cuentas, que no es otro que el presidente del Gobierno, en este caso Pedro Sánchez. Lo mismo que diría si gobernase Rajoy, Zapatero, Aznar o Felipe González. La culpa de los males, o de los bienes, de un país es siempre del mismo: del Ejecutivo y, más concretamente, de su primer ministro.
Sánchez va a dejar unas cuentas públicas con más trampas que una película de chinos y una ruina igual o peor que la que nos legó Zapatero
Ni una protesta… hasta esta semana cuando UGT, controlada por Moncloa, y CCOO, antaño correa de transmisión del PCE, ahora Podemos puro, anunciaron “movilizaciones en la calle” el 3 de noviembre. ¿Dónde se manifestarán? ¿A las puertas de Moncloa? ¿Ante la sede del PSOE en Ferraz? ¿Quizá en el cuartel general de Podemos en Francisco Villaespesa? Negativo: ante los inmuebles que albergan las oficinas de la CEOE en toda España. Y no descarten que lo hagan en Génova 13 o frente al despacho de Ayuso en Sol.
Los sindicatos españoles son los únicos de Europa que, en lugar de apuntar con el dedo al Gobierno de turno, lo hacen contra la patronal o contra la oposición. De locos. Todo lo cual demuestra por enésima vez la independencia de estos pájaros. No quiero pensar el morlaco que le va a tocar lidiar a Feijóo tras las próximas generales. Ya lo vaticiné en esta misma columna hace semanas: la historia de 2011 con abrumadoras victorias populares se va a repetir en 2022 en municipales, autonómicas y, salvando las distancias, generales. Y la del 2012 también con 15-M’s de nuevo cuño por doquier y con los antidisturbios haciendo horas extras. Pedro Sánchez va a dejar unas cuentas públicas con más trampas que una película de chinos y una ruina igual o peor que la que nos legó Zapatero. Pero el cristo se lo montarán a un PP que se verá obligado a ordenar una cura de adelgazamiento para superar el empacho de gasto público y déficit. Claro que la ciudadanía no es gilipollas y si ve que tanto UGT como CCOO les toman el pelo es capaz de montárselo por su cuenta con chalecos amarillos, rojos, rojigualdas, verdes, azules, lilas, rosas o multicolores. Y ahí que se prepare Pedro Sánchez. Merecido, desde luego, lo tiene.