Los relatores de la discordia

memoria histórica

He contado en varias ocasiones la sorpresa que me causó la reacción de dos mujeres levantinas, familiares de dos españoles asesinados por los nazis en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen (Austria), ante mi presencia en la visita al lugar que el Ayuntamiento de Madrid y Amical Mauthausen organizaron en 2018 con concejales de los distintos grupos políticos.

Las mujeres me abordaron después del homenaje a los 7.000 españoles, republicanos exiliados después de la derrota de 1939, que el nazismo asesinó en los campos. Me preguntaron si yo era el concejal del PP. Dada mi conocida posición contra la ignorancia y el sectarismo de la guerra del callejero que se había librado en Madrid entonces, me preparé ante cualquier posible reproche por parte de estas personas.

Una vez que me hube presentado, confirmando mi condición de concejal popular, las dos mujeres sonrieron, al tiempo que una de ellas celebraba mi presencia en Mauthausen-Gusen diciendo: «No sabe cómo nos alegra que por fin haya venido aquí, al homenaje a nuestros familiares, un representante del partido al que votamos».

Aquel día comprendí muchas cosas en relación con la llamada memoria histórica o memoria democrática, una suerte de aglutinante ideológico que se inventó la izquierda después de la mayoría absoluta de Aznar para intentar mantener con fines políticos presentistas prietas las filas de los adeptos contra el adversario previamente demonizado.

Hoy estamos ya en el paroxismo de esa estrategia. Tanto es así que no dudan incluso en elegir el propio escenario de Mauthausen para lanzar una soflama repulsiva, utilizando a las víctimas del Holocausto contra los partidos de la oposición, como hizo el fin de semana pasado el ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres.

Pero, sobre todo, aquellas dos mujeres me hicieron entender que el pasado es para muchas familias españolas un libro aún abierto, pero que se resisten a convertirlo en el catecismo de una religión monomemorialista, al contrario de lo que propugnan los promotores de estas leyes para provocar la ciega adhesión partidista a sus dogmas contra la derecha.

La campaña del Gobierno de Sánchez y sus medios acerca del falso informe de la ONU sobre la derogación de las leyes de memoria democrática en Aragón y Comunidad Valenciana, evidencia el temor de la izquierda a que los españoles descubran que bajo estas regulaciones del pasado se esconde la pretensión orwelliana de regular el presente y el futuro de las conciencias.

Lo mismo sucede con su protesta ante las nuevas leyes de Concordia propuestas por PP y Vox en Castilla y León y Valencia. Un ejercicio democrático que responde a la realidad de una nueva mayoría de gobierno, legítimamente decidida a no mantener leyes promulgadas por otras mayorías. Sobre todo, cuando son leyes de parte, aprobadas sin consenso y, que yo sepa, al menos en Aragón, sin aceptar una sola enmienda presentada por la oposición.

¿O es que solo la izquierda tiene potestad para legislar de acuerdo con sus ideas? Si ni siquiera son capaces de entender lo que es la alternancia en democracia, pocas lecciones de memoria democrática pueden dar a nadie los tres relatores que han elaborado el supuesto informe de la ONU contra las leyes de Concordia. Informe del que la propia ONU se ha desvinculado afirmando que no es una resolución de la organización.

He expresado siempre mis recelos ante la pretensión de legislar sobre el pasado. Sin embargo, reconozco en las propuestas de Castilla y León y Valencia la buena voluntad de promulgar nuevas legislaciones en las que puedan reconocerse todos los ciudadanos, con un acento capital en la defensa de libertad de expresión y de opinión frente a la pretensión de que el Estado modele y someta las opiniones de las personas acerca de los hechos históricos.

Lo deseable sería que estas leyes salgan adelante con el máximo acuerdo parlamentario posible, a través de esa fórmula tan democrática que es que cada parte ceda en sus maximalismos. En ningún caso pueden caer en lo mismo que se criticaba con razón a las anteriores: la voluntad de reescribir la Historia o decretar la cancelación de parte de ella.

Apunto aquí tres cuestiones que considero relevantes en relación con las nuevas leyes de Concordia. La primera es su decidida apuesta por el apoyo institucional a las exhumaciones de víctimas de la Guerra Civil y la dictadura. Sería aconsejable que Aragón, que carece de ley en la materia, estableciera también mediante decreto las actuaciones que puede desarrollar para favorecer estas tareas.

La segunda cuestión es el reconocimiento y reparación a todas las víctimas sin distinción, como debe ser en una democracia que se precie de serlo. Las leyes de memoria democrática de Aragón y Valencia tenían trampa en este sentido. A pesar de sus manifestaciones de tipo genérico acerca de la atención a todas las víctimas, solamente incluían medidas concretas de reparación y reconocimiento a las «víctimas que lo fueron por participar en la vida democrática y defenderla», en el caso de Aragón, y las que «contribuyeron a la defensa de la democracia», en el de Valencia: enunciados ya desmentidos incluso en plena Guerra Civil por voces tan autorizadas, y tan reivindicadas hoy por la izquierda, como la de la liberal Clara Campoamor.

El tercer punto es la extensión a la Segunda República del periodo de atención de las nuevas leyes. Si la ley estatal de memoria democrática, aprobada por Sánchez en 2022, dice tener como objeto «reparar y reconocer la dignidad de las víctimas de toda forma de violencia intolerante y fanática», es lógico que se puedan incluir en este tipo de legislación las cerca de 3.000 víctimas mortales de la violencia política en la Segunda República. ¿O es que el régimen republicano era tan paradisiaco que hasta las víctimas eran objeto entonces de una violencia «tolerante» y «ponderada» por la que no han de ser reparadas ni reconocidas?

La crítica de la izquierda es que se equiparan las víctimas del régimen republicano con las de la dictadura franquista. Cierto es que no son equiparables, por lo que los textos legislativos propuestos deberían afinar más: en ambos casos, las víctimas sirven al mismo fin de lección democrática contra toda justificación de la violencia contra el adversario político, lo mismo que las víctimas de ETA, reconocidas por ello también en la nueva ley valenciana.

El ataque de la izquierda contra las leyes de Concordia va más allá de la defensa de sus leyes derogadas. Lo que defiende es su monopolio en el modelado de las conciencias para imprimir en ellas una sola lectura presentista del pasado, simple y maniquea, en blanco o en negro, frente a su ilimitada complejidad y su infinita gama de grises.

Solo por el hecho de reconocer esa complejidad, las nuevas leyes de PP y Vox merecen la pena. Por ello es de esperar que no se desdigan de su propósito de alentar el respeto a las infinitas memorias sobre la Guerra Civil y la dictadura, todas legítimas y, sobre todo, mezcladas ya en muchas familias a cuyos antecesores les helaron el corazón las dos Españas.

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