Y al quinto día resucitó

Y al quinto día resucitó

He acabado por entender a Pedro Sánchez. Los cinco días de reflexión que ha tratado de imponernos a todos -«para pensar cómo sería la vida sin él», según la demoledora ironía de Bloomberg- me han servido para ponerme en sus zapatos de suelas acariciadas por la moqueta del Falcon, a donde volverán después de anunciar que no dimite.

Así, se me ha hecho diáfana la intención de su epístola a los corifeos del pasado miércoles, esos cuatro folios regurgitados a trumpicones, como una papilla biliosa producto de una mala digestión.

Ante su anuncio de que permanece en el cargo, esas páginas cobraban su verdadera dimensión, pese a su excusatio non petita de que no obedecían a ningún cálculo político: un manifiesto contra la España al otro lado del muro que se ha propuesto levantar, a la que niega toda legitimidad como alternativa democrática a su poder, al tiempo que la acusa burdamente de activar la misma maquinaria deslegitimadora que sus huestes políticas y mediáticas pusieron a todo trapo estos cinco días contra la oposición.

Que el toque a rebato coincida con la campaña electoral catalana señala el Rubicón que la izquierda y los independentistas cruzarán con el propósito de levantar de nuevo la empalizada antidemocrática del Tinell, que incluye no sólo la deslegitimación de la alternativa, sino también el sometimiento del poder judicial y de la prensa.

Entre restos de compasión, admiración, ternura y piedad, todo siempre hacia sí mismo, sobresalía en la carta de Sánchez una declaración, captada también de su propio reflejo en el espejo: «Soy un hombre profundamente enamorado de mi mujer…».

Inmediatamente después de esta afirmación, escribía la palabra que servía de matriz al alumbramiento de toda su misiva tuitera: «Impotencia». Con ella, Sánchez se confesaba impotente ante el «fango que sobre ella esparcen día sí y día también».

Pero ¿cuál era esta impotencia? ¿La de no poder explicar los batiburrillos de Begoña Gómez con empresas privadas beneficiadas por su Gobierno para desmentir un posible conflicto de intereses? ¿La de no poder dar cuenta del tratamiento privilegiado que ministerios e instituciones y empresas públicas han brindado a las actividades profesionales de su mujer? ¿La de no poder querellarse en instancias judiciales contra los supuestos difamadores y calumniadores de su pareja?

Todo esto podía haberlo hecho sin aspavientos, con determinación, para despejar cualquier duda ante las informaciones que algunos medios de comunicación han ido proporcionando sin que la inmensa mayoría de ellas, las más pesantes, se hayan enmendado por parte de Sánchez ni de su Gobierno, ni de la propia Begoña Gómez.

Entonces, ¿qué impotencia ha postrado al presidente del Gobierno en un estado tal como para establecer cinco días de ayuno de poder institucional, dejando pendiente en el vacío la gobernabilidad de toda la nación?

No tengo duda de que la impotencia que sufre Sánchez es la más cruel, la más demoledora: es la impotencia de quien se ha creído hasta ahora omnipotente. Quien ha sido capaz de indultar o amnistiar a terceros que cometieron delitos muchísimo más graves que los que se adjudican a Begoña Gómez, se ve incapacitado para hacer borrón y cuenta nueva de las actuaciones de la mujer con la que comparte su vida.

Insisto en que es el endiosamiento de Sánchez el que le ha disuadido de afrontar las vicisitudes del caso con la modesta reacción de cualquier mortal, que hubiera sido la de tratar de clarificarlo ante la opinión pública, en vez de enrollarse en una de las alfombras del palacio de la Moncloa ante un supuesto ataque de las naves procedentes de una galaxia enemiga.

Por eso digo que entiendo a Pedro Sánchez. Porque su poder le ha dado la facultad de limpiar de delitos y penas a un personaje del que difícilmente puede declararse enamorado como es Carles Puigdemont, que gesticula de manera obscena para explicar por dónde le tiene agarrado, pero no le permite extender la impunidad a su Gobierno ni a su entorno como quisiera.

Sólo quien se siente legitimado a conceder por ley la impunidad de un tercero puede dolerse profundamente de no poder concedérsela a sí mismo, como se ha dolido Pedro Sánchez a los ojos de toda España y del mundo entero.

El Sánchez todopoderoso dador de indultos y amnistías reconoció su impotencia el pasado miércoles y anunció por ello su posible retirada, pero al quinto día resucitó en carne mortal para abrir definitivamente la caja de Pandora que esconde la Ley de Amnistía: el alumbramiento del derecho a la carta, la instauración de la arbitrariedad como principio, la ruptura de la igualdad ante la ley, para designar a su capricho a los que están a salvo de las leyes y a los que están sometidos a ellas.

A salvo estarán los suyos, los sometidos seremos el resto. Con razón dicen que la amnistía es el fin del Estado de derecho. Hoy estamos como al principio.

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