Virtuosos

¡Qué mal me caen los virtuosos! No hay gesto más barato que proclamar en redes que uno está en contra de la maldad del mundo. Es gratis, es rápido y no requiere más estudio que saber usar el botón de compartir. El conflicto entre Israel y Palestina, sin embargo, no es un debate de sobremesa: entenderlo exige historia, geopolítica, economía, religión comparada y una memoria que vaya de la Nakba de 1948 a las políticas actuales de Netanyahu —cuestionado incluso dentro de Israel (mis amigos judíos lo detestan) por la deriva autoritaria de su gobierno y su empeño en prolongar una guerra que muchos consideran insostenible. No se puede despachar un siglo de dolor con una pegatina en Instagram.
Dicho esto: yo, como cualquier persona más o menos sana y bien constituida, estoy en contra de bombardear hospitales, encarcelar bebés, empujar a un anciano por las escaleras o arruinarle el cumpleaños a un niño apagándole la vela antes de tiempo. Estoy en contra de subir el respaldo del asiento del avión cuando la azafata ya ha pasado y de ponerle piña a la pizza sin preguntar. Estoy en contra de que un camarero te retire el plato mientras aún tienes el tenedor en el aire, de que el vecino use el taladro a la hora de la siesta y de que te roben el mechero «sin querer».
Por otra parte, reconozco que estoy a favor de curarle la patita a un perro atropellado, de que un desconocido te sonría en la panadería, de que alguien te pase un pañuelo limpio cuando lloras, de encontrar dinero en un abrigo que llevabas años sin ponerte y de que el último trozo de tarta se ofrezca antes de que te lo tengas que disputar como una hiena, de que un desconocido te ceda su asiento en el metro, de que la gente devuelva los carritos del supermercado a su sitio, de que alguien te tape con una manta cuando te has quedado dormido en el sofá y de que el semáforo se ponga en verde justo al llegar tú. Son cosas que no exigen ideología, sólo instinto humano.
Por eso me parece repelente el buenismo de plantilla: ese club de la bondad que mide la virtud en hashtags y filtros morados. Así, sin matices, sin coste real, sin una sola hora de tu tiempo o un euro de tu bolsillo destinado a los demás, a alguien que no sea tu novio, tu madre o tu hijo… La verdadera medida de la bondad es esta, reflexionemos: ¿cuánto de tu tiempo y de tu dinero das cada mes por personas que no pueden devolverte nada? No lo que te sobra. Respondámonos todos a esta pregunta y colguémosla en redes.
El diseñador Miguel Adrover anunció en Instagram que no vestiría a Rosalía porque no había apoyado públicamente a Palestina: «El silencio es complicidad», sentenció. Rosalía, lejos de callar, contestó que no usar su plataforma «alineada con expectativas ajenas» no implica que no condene lo que sucede, que es «terrible ver día tras día cómo personas inocentes son asesinadas», y que el señalamiento debería ir «hacia arriba, hacia quienes deciden y tienen poder», no en horizontal, entre ciudadanos. Muy de acuerdo.
Esto, por supuesto, no va de costura, tampoco de geopolítica: va de la pasarela moral donde todos quieren salir en la foto guapitos pero salen, al menos a mis ojos, tan obtusos y ridículos como cuando dicen «patata». El caso de Rosalía es sólo un ejemplo: en el club de la bondad no importa lo que hagas, sino lo que publiques. No es solidaridad, es atrezzo. La verdadera tragedia no está en que la gente no se moje, sino en que crea que un hashtag es un salvavidas. En resumen: todo igual, pero con más pegatinas en la solapa de nuestro ego fragilísimo.