Qué haríamos sin los quillos

quillo

Todos llegamos al mundo con una dotación de atributos con su cara buena y su cara mala. Nos vienen de serie, como los llamados “sentimientos de grupo”, que forman parte de nuestro cableado básico. Sentimientos que han sido fundamentales durante nuestro periplo homínido pues ayudaron a aquellos grupos ancestrales a ser más cohesionados, más fuertes y más útiles para la supervivencia. Pero, como sabemos, tienen una parte oscura: muchas veces este amor a los propios está en relación directa con el odio a los de fuera.

Los sistemas morales y las tecnologías pedagógicas se han encargado de pulir estos sentimientos en crudo para evitar fricciones con los demás. Así, disfrutamos de un conjunto de leyes para poner coto a los desmanes del abuso y del egoísmo. Incluso, a un nivel más cotidiano, existen en todas partes normas de buena educación que se considera feo ignorar. Funcionan, precisamente, para embridar esa antigua querencia por considerar lo particular universal. Por hacer de lo propio una categoría especial para poder demandar privilegios.

Sí, nos encanta sentirnos superiores. Y no digamos tener alguna patente de corso para desahogar nuestra agresividad de alguna manera. Muchas veces la ideología ha sido el salvoconducto para eludir esas reglas básicas de la buena crianza. O la consideración del otro como un humano con menos valor, como ha pasado muchas veces con el último en llegar, con el inmigrante. Sobre todo si es pobre y no dispone de la misma red de apoyo que el local.

En cada lugar tienen al suyo, y Cataluña no es una excepción. Y da igual la orientación política en la que nos amparemos. Por ejemplo, concejales de la CUP, un partido de izquierdas, en teoría defensores del oprimido, del desposeído y bla bla, son capaces de señalar como quillos – un calificativo denigratorio- a conciudadanos que les estorban. Un Jordi Pujol, de Sant Sadurní el hombre, en Twitter, se explayó abusando de los tópicos más repulsivos. Y así pidió a vecinos con tanto derecho como él de estar donde les parezca y de hacer lo que les plazca que se limitasen a moverse por el Splau (un centro comercial situado en Cornellá y al parecer el tipo de lugar poco elegante en que mejor encaja la clase baja) y no “molestar a la Cataluña interior”. Claro, el cupero Pujol, en un arranque de valentía, borró ese tuit. Pero lo que tiene Twitter es que siempre hay alguien despierto y con afición a las capturas de pantalla. Por eso sabemos qué escribió el aristócrata de la “Cataluña interior”: “Habría que estudiar en qué momento se ha roto ese viejo pacto no escrito en el que todo el mundo asumía que los quillos se quedaban en sus lugares de quillos haciendo cosas de quillos y no venían a molestar a la Catalunya interior. ¿Verdad que yo no voy al Splau o a las discos esas suyas?”.

Uno puede pensar que el fin de la división histórica de las naciones europeas junto con el nacimiento de la ciudadanía europea común, promulgada solemnemente hace casi 30 años en el tratado de la Unión, es uno de estos progresos indiscutibles de la Historia. Que eso vaya a ser el fin de las diferencias, es muy ingenuo, desde luego. Pero cosas como el odio religioso, las antipatías nacionales basadas en leyendas negras o los prejuicios raciales o sexistas sólo se pueden entender ya como espectrales visitantes del pasado, por más que aún pervivan.

En los años 30 del siglo XX, en París, grupos de reaccionarios solían llamar les meteques a los extranjeros que por entonces ocupaban en gran número las calles, cafés y terrazas de la capital. Maquetos, charnegos, quillos, meteques; una familia de etiquetas denigratorias que aparece de forma recurrente. Sobre todo entre nacionalistas.

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