¿Por qué fracasan los sociolingüistas?

¿Por qué fracasan los sociolingüistas?

Después de 30 años de inmersión, la autoproclamada «comunidad educativa» y sus corifeos mediáticos no dan crédito a la situación sociolingüística en las aulas. En vez de integrar en catalán a los originariamente castellanohablantes y convertirlos también en bilingües como tenían previsto, está sucediendo todo lo contrario: son los nacidos en familias catalanohablantes quienes se están integrando en castellano con sus compañeros castellanohablantes. En vez de comunicarse en catalán, bendecida como la única lengua vehicular por la Ley de Educación Balear (2022) y la inmensa mayoría de proyectos lingüísticos de centro, los alumnos se comunican en castellano entre ellos.

La deserción lingüística de los catalanohablantes pone de los nervios a los docentes más ideologizados que perciben que nada más salir por la puerta los alumnos dejan el catalán y pasan a comunicarse entre ellos en castellano. Por la vía de los hechos, por la vía de este plebiscito diario, el castellano, proscrito como lengua vehicular para aprender Matemáticas, Ciencias Naturales, Física o Historia, se ha convertido en la auténtica lengua que integra y cohesiona a nuestros jóvenes. Repudiado por las élites políticas y docentes por foráneo, el castellano es la verdadera lengua de integración y de cohesión social si nos ceñimos a la realidad tal como es, no en los imperativos legales y jurídicos de unas normas (LNL, decreto de mínimos, LEIB, PLC) cuyos objetivos voluntaristas han fracasado estrepitosamente.

En vez de ciudadanos bilingües el sistema de enseñanza balear está produciendo ciudadanos bilingües por una parte y monolingües en castellano por otra. Lo mismo que hace 40 años, lo mismo de lo que ocurre fuera de las aulas, una realidad que, cabe recordar, no ha provocado ninguna división social por razón de lengua, ni ha afectado a la convivencia, ni ha avivado tampoco ninguna confrontación civil, como anticipan los agoreros del STEI, la OCB, la FAPA, la rediviva Asamblea de Docentes o el zurderío de la cámara balear en caso de instaurarse la libre elección de lengua con la consiguiente separación del alumnado por razón de lengua.

Políticos nacionalistas, sociolingüistas, docentes activistas y periodistas no salen de su asombro por los magros resultados de las políticas lingüísticas impulsadas aunque no conciben otra solución que insistir en las mismas políticas fracasadas de siempre porque, repiten por activa, pasiva y perifrástica, el castellano no está en peligro y el catalán sí, como si lo que se ventilara aquí y ahora fuera una guerra entre lenguas -una guerra trascendente que, mucho me temo, ya tiene un claro ganador y un claro perdedor- y no el pisoteo sistemático de los derechos individuales desde las administraciones públicas y, en particular, desde el sector docente.

¡Hay miles de personas que viven en Baleares que no tienen ni idea de catalán! ¡Los nativos no podemos vivir en catalán! ¡No hay derecho!, claman los catalanistas, como si existiera tal «derecho» a vivir en catalán. Como si uno pudiera irse de juerga a Magaluf y obligar a los turistas a entender el catalán o como si alguien pretendiera vivir en castellano en Sant Llorenç des Cardassar. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible, que diríamos en castizo. No existe ningún derecho a vivir en ninguna lengua, ni en catalán, ni en árabe, ni en castellano, ni en inglés, ni en alemán, ni en rumano. En todo caso existe un derecho frente a las administraciones a ser atendido en una de las dos lenguas oficiales, nada más.

No obstante, el catalanismo sigue sin aceptar la realidad y pretende seguir viviendo en la Mallorca preturística de los años cincuenta. Lo único que se le ocurre para detener tanta deserción lingüística en los colegios es inundar los patios de comisarios lingüísticos o tal vez reclutar a alumnos chivatos que, a modo de misioneros lingüísticos a cambio de subirles la nota, llamen la atención a sus compañeros de que hablar en español en los recreos o durante el cambio de clase está mal y, además, ¡qué horror!, incumple el proyecto lingüístico de centro. Si no querías taza, taza y media.

La lengua como orden social extenso, autogenerante y espontáneo

El lenguaje es junto con la economía de mercado, internet o el derecho, por poner varios ejemplos, un orden social espontáneo, es decir, un sistema que se genera a sí mismo en un proceso en constante evolución que resulta de la interacción de millones de seres humanos. Ninguna lengua, tampoco el mercado u otros órdenes sociales extensos como el derecho, ha sido diseñada consciente o deliberadamente por la mente de ningún hombre, pese a la creencia de algunos a pensar que el año cero de la lengua autóctona balear coincide con la normativización fabriana.

Este proceso social, fruto de infinitas interacciones humanas, como es una lengua, es, por naturaleza, coordinativo, en la medida en que cada hablante tiende a ajustar y coordinar comportamientos contradictorios o descoordinados. Un ejemplo claro de desajuste es el que se produce cuando tienen que comunicarse dos hablantes con distintos idiomas maternos en sociedades multilingües como Baleares. Este desajuste genera, ipso facto, una oportunidad de beneficio (la de entenderse mutuamente) que actúa como incentivo para desechar una opción (mantenerse hablando cada uno en su idioma) al tiempo que se abraza la otra opción (hablar en la lengua conocida por ambos, lo que llaman convergencia lingüística).

El catalanismo viene aconsejando a sus activistas no mudar de lengua, llamando al bilingüismo pasivo para forzar al castellanohablante a hablar en catalán. Esta última opción es absolutamente minoritaria y sólo seguida por los muy cafeteros, ya que presupone una lealtad o conciencia lingüística a prueba de bomba que obliga a estar siempre en guardia y vigilantes ya que el conflicto lingüístico puede saltar cuando menos te lo esperas, con el desgaste emocional que ello supone. La opción de la inmensa mayoría es lógicamente la llamada convergencia lingüística en la lengua koiné (el español) dadas sus indudables ventajas. Una cosa es hablar una lengua con normalidad y otra cosa es ser un activista de esta lengua en cuyo altar haya que sacrificar todo lo demás.

En este tipo de órdenes sociales extensos que se regulan a sí mismos como las lenguas, los hablantes van aprendiendo de forma inconsciente (es decir, de forma espontánea y no deliberada) a disciplinar su comportamiento en función del comportamiento de los demás. La transmisión de una actitud lingüística -crucial para el uso de una lengua minoritaria- como la del nativo autóctono balear que se pasa con total naturalidad a la interlingua (el castellano) para obtener las innumerables ventajas que le proporciona el entendimiento mutuo es una transmisión de tipo cultural, no de tipo ideológico ni racional.

El hablante se comporta así y en realidad nunca se ha detenido a pensar por qué se comporta así. No puede verbalizar racionalmente el motivo de adecuarse a esta conducta pautada que, si ha sobrevivido frente a otras conductas alternativas, se debe precisamente a su éxito en forma de utilidad social. El esfuerzo de los sociolingüistas y docentes catalanistas para concienciar a la juventud para abandonar la convergencia lingüística será en balde. La fuerza de la costumbre se impondrá. Y se impondrá porque esta costumbre, esta conducta pautada, es la que, por experiencia propia y por tradición heredada, le reportará las mayores ventajas y externalidades.

Quien pretenda, como hacen los planificadores lingüísticos, utilizando la coacción estatal (leyes, decretos, órdenes), cambiar estas actitudes lingüísticas está abocado al fracaso, como ha sucedido en Baleares, o en Cataluña donde la presión del nacionalismo ha sido todavía más fuerte, incluso en Irlanda y Escocia, donde apenas se hablan las lenguas gaélicas pese a todos los parabienes oficiales. Y eso ocurre no porque el planificador social carezca de buenas intenciones, sencillamente ocurre porque carece del enorme volumen de información práctica y dispersa que se encuentra distribuida en la mente de los miles de individuos de un territorio donde se hablan varias lenguas y que nunca ni el más sabio de los sociolingüistas -ni ningún otro científico social- podrá tener a su alcance como datos de partida para diseñar y construir una nueva sociedad.

Los sociolingüistas catalonófonos han despreciado siempre la libertad -entendida como aquella esfera que rodea al individuo libre de coerción estatal- de cada uno de los hablantes soberanos que en cada situación y en función de las circunstancias eligen en un plebiscito constante y a todas horas qué lengua les conviene utilizar. Esta libertad no consiste tanto en una decisión ideológica y racional -sólo los catalanistas fanáticos actúan ideológicamente haciendo prevalecer su ideología a sus mezquinos intereses personales- como en unas pautas repetitivas de conducta que se transmiten culturalmente, básicamente en la familia y aledaños, y que son el resultado de un dilatado proceso de evolución en el que millones y millones de hombres de sucesivas generaciones han ido poniendo cada uno de ellos su granito de arena de experiencias, deseos y anhelos.

Cambiar estas pautas de conducta como son las actitudes lingüísticas resulta extremadamente difícil, como han comprobado en sus carnes nuestros sociolingüistas, encontrándose con resultados no ya indeseados sino diametralmente contrarios a sus proyectos iniciales.

Fe ciega en el poder de la Administración

Este desprecio a la libertad individual y al mismo tiempo esta fe ciega en la Administración como responsable última de normalizar un idioma es una idea central que recorre toda la sociolingüística catalana, una idea implícita tan asentada que pocos se atreven a cuestionarla. Como señalaba el profesor de la Universidad de Valencia, Guillem Calaforra, esta mentalidad estatista, dirigista e intervencionista forma parte «del sentido común implícito y no cuestionado, inmune a la crítica por cuanto polariza las posiciones» de los sociolingüistas catalanes.

Calaforra asegura que esta mentalidad ha sido reforzada por la simbiosis e interdependencia entre los planificadores lingüísticos (políticos como Esperança Camps, Damià Pons o Martí March) y los sociolingüistas comprometidos con la causa, como Joan Melià o Gabriel Bibiloni. La mayor parte de la investigación de la sociolingüística catalanófona partiría de unas premisas innegables -y científicamente falsas por voluntaristas- como serían la fascinación por el poder, la interpretación cíclica de la historia o la creencia de que sólo desde el poder pueden cambiarse las actitudes lingüísticas.

Esta fascinación por el poder se basaría en cuatro principios que Calaforra desnuda así: 1.- el uso de las lenguas minorizadas sólo avanza o retrocede en función de las decisiones políticas y la estructura legal existente; 2.- en consecuencia, la estructura política y jurídica determina el repertorio y la configuración funcional de las comunidades lingüísticas; 3.- en consecuencia, la ambición unidireccional de los planificadores lingüísticos o normalizadores se centra en el acceso a los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial); y finalmente 4.- la responsabilidad de las diversas situaciones sociolingüísticas recae en los titulares del poder social en cada momento concreto.

Para los Melià, Bibiloni, Pons, Camps o March la sociedad no sería este orden espontáneo del que nos habla Friedrich Hayek que carece de fines colectivos y que es el producto de interacciones de millones de personas cada cual con sus propios fines e intereses individuales. Para los Melià, Bibiloni, Pons, Camps o March la sociedad sería una suerte de ente natural que se mueve ciegamente en la dirección que le marca el poder.

«Si persiste y agudiza la minorización [del catalán] es porque no hay voluntad política. Si por el contrario, se alcanza a frenar espontáneamente el ritmo de la sustitución lingüística sin intervención efectiva del poder, éste se apropiará de la responsabilidad y presentará los resultados como un éxito de la política lingüística institucional. Los dos casos tienen en común, no obstante, que la atención se centra en las actuaciones del poder como origen último del comportamiento lingüístico», asevera el profesor valenciano.

La consecuencia lógica de este modo de ver las cosas es la conquista y la colonización del poder a las que se dedica en cuerpo y alma el catalanismo, unas élites extractivas siempre en agit-prop sin otro objeto que apropiarse de los recursos y los resortes de la Administración. Hablar de catalanismo y de poder estatal es hablar de la misma cosa. Es más, los sueños húmedos del catalanismo (el monolingüismo) sólo serían posibles bajo la bota de un régimen totalitario de corte nacionalista que no dejara ningún resquicio para la libertad. Ni siquiera la conformación de un estado independiente les aseguraría el monolingüismo social en catalán.

No obstante, esta planificación lingüística, al basarse en un ingenuo constructivismo racionalista que lo fía todo al poder coactivo del Estado, nunca podrá funcionar, por muchos recursos y buena voluntad que tengan sus impulsores. Se trata de otro error intelectual que nuestros políticos, en su supina ignorancia, llevan años tragándose, aunque sea sólo para escurrir el bulto y no enfrentarse a la realidad.

Algo intuía Martí March cuando, en un destello de lucidez, afirmaba en una entrevista reciente que todo el peso de la normalización no debía recaer en la escuela y algo ha visto Joan Melià cuando admite las severas limitaciones de la escuela para modificar las actitudes lingüísticas que traen de casa los alumnos. Han empezado a intuir que la cruda realidad les está pasando por encima como una apisonadora.

Lo último en Opinión

Últimas noticias