El PSOE destrozó antes la democracia

PSOE democracia
  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Tras el asesinato perpetrado esta semana en el Parlamento con la amnistía, tras la aprobación de una ley oprobiosa que coloca a los delincuentes como víctimas y a los demócratas como verdugos, se ha intensificado la nostalgia, el recuerdo acomodaticio de tiempos mejores donde todo, al parecer, era limpio, impecablemente constitucional.

Las figuras de Felipe González, y Alfonso Guerra, bienvenidos al club, llevan meses emergiendo como apóstoles de la Transición, como gobernantes de un partido que, eso es indudable, contribuyó a redactar nuestra Norma Suprema, pero que luego se ocupó muy mucho de vadearla, o incluso de saltársela a la torera.

Empezamos haciendo memoria: a principios, casi, de los ochenta, el PSOE acometió una reforma del Consejo del Poder Judicial que terminó por someter esta institución al arbitrio del Poder Ejecutivo. Bandrés, casi ya difuminado en el olvido, se puso de acuerdo con el presidente, entonces, del Congreso de los Diputados, Gregorio Peces Barba, para, como dijo el propio diputado abertzale, luego moderado en sus ansias independentistas: «Hacer que la soberanía popular llegue a todas las instituciones del Estado».

Subrayo «popular» no «nacional». La reforma del Consejo se aprobó, llegó al Constitucional y éste, en una decisión pastelera de te quiero pero no te quiero, sentenció que el cambio no era el que más se ajustaba a la Constitución pero que, bueno, vamos a pasarlo y mirar a otro lado. Ahí, en ese momento, se cuarteó la independencia del Poder Judicial: el Parlamento, nombraría desde entonces a casi todos los consejeros. Primer atentado contra la Constitución.

Luego llegó la corrupción generalizada: ni una sola entidad del Estado, desde el Gobierno hasta incluso la Guardia Civil, el Boletín Oficial, la llamada Gaceta de Madrid, o la Cruz Roja, quedaron libres de la malversación más absoluta que se hubiera visto en España desde los tiempos del Rey Felón, Fernando VII.

La confianza en la política se desvaneció en el país que asistió, estremecido, a un espectáculo denigrante; tanto lo fue que el propio Monarca de entonces, Don Juan Carlos I, intentó descalificar, mostrar su desagrado con todo lo que estaba ocurriendo en España, un sarao bochornoso que también, investigado y espiado, le afectaba a él, a su persona y, por tanto, la misma Corona.

No le dejaron; la Moncloa censuró sus discursos. Ahí quedó seriamente devaluada esta Institución básica en nuestra democracia. Otro asalto violento a la Transición. El Gobierno se dedicó a disfrazar la inmensa corrupción y, de paso, a disimular, o mejor dicho a negar, la aparición de un mal destructivo: el terrorismo de Estado, el famoso GAL, al que, curiosamente, una gran parte del gentío español saludó con indiferencia, cuando no con cierta aprobación.

Ahí quedó perjudicada para siempre la acción del Estado contra los asesinos de ETA a los que, desde luego, se les zumbó ampliamente, pero posteriormente recrecieron gracias -otra salvajada- a su alianza con el peneuvismo en el Pacto de Estella, un acuerdo independentista que reforzó claramente a los criminales de la banda y que convirtió a los llamados «moderados» del PNV en agentes de un nacionalismo rupturista beneficiado objetivamente con los asesinatos de la banda. «Unos -proclamó Arzallus- mueven el árbol y otros recogemos las nueces». El Estado ahí, en este episodio, quedó cuarteado para la eternidad, y la bella Transición de todos somos buenos, desapareció de nuestras perspectivas.

Llegó Aznar, serenó el ambiente, entre otras cosas, decisivas, porque el PSOE, heredero de todas sus anteriores tropelías, dejo de molestar, incapaz de oponerse a «este Gobierno que es de goma», como afirmó con justeza otro de los políticos más celebrados de la Transición, Alfredo Pérez Rubalcaba. «Su» PSOE, que había mandado soldados y aviones a la Primera Guerra del Golfo, la invasión de Kuwait por parte de los despóticos iraquíes de Sadam Hussein, se llevó las manos a la cabeza cuando el Gobierno del Partido Popular, se unió sanitariamente a la coalición internacional que actuó en la Segunda Guerra, para expulsar a Sadam del poder.

Aznar se llevó la reprimenda agresiva, brutal: «Rodeemos las sedes del PP» era la consigna del PSOE con un movimiento que levantó las calles de España al grito multitudinario de «¡Aznar, asesino!». Ahí se rompió el entendimiento entre los dos partidos mayoritarios en un asunto universal en el que la oposición socialista compareció en comandita con los peores regímenes del universo mundo.

Y encima, el brote final; probablemente el Rey moro Mohamed, escocido por la tibia derrota del islote Perejil, se la guardó a España y por activa, pasiva o perifrástica, alentó el más grave atentado terrorista de los que nunca ha soportado España: bombas colocadas estratégicamente en trenes de cercanías y estaciones periféricas, destrozaron la vida de muchos viajeros inocentes, y dejaron inválidos a cientos de personas a los que, desde entonces nunca se les ha ofrecido una versión justa y creíble de la autoría de aquel supracrimen popular. Ahí volvió a resquebrajarse la confianza en los servicios de un Estado que, ni había sido capaz de prever el enorme atentado y que tampoco pudo identificar del todo (¿quizá porque no quiso?) a quienes lo habían ejecutado.

El PSOE se echó encima del Gobierno, al que acusó de mentir, y España se enfadó constatando cómo lo importante de aquella brutalidad sin precedentes no era la razón por la que se había producido o ni siquiera, la personalidad de sus ejecutantes, sino el hecho de que, por unos minutos, torpemente, el Gobierno de la nación apareciera prácticamente como conmilitón de los criminales. Ahí también saltó por los aires la fe, el crédito de los españoles en sus dos principales partidos.

Luego compareció en la plaza pública el Gobierno de Zapatero plagado de rencores personales. Resucitó la Guerra Civil y negoció con ETA un adiós a las armas repleto de concesiones que ahora estamos sufriendo con la humillación ante los asesinos, y que derribó la sana economía del país, que este presidente estúpido, Zapatero, había recibido de los Ejecutivos del PP.

Ahí, también y además, voló por los aires la Transición, un periodo celebrado unánimemente por doquier, pero que fue deteriorándose a medida que episodios como los descritos horadaron la confianza del pueblo español en sus instituciones. Naturalmente que Sánchez está siendo el verdugo final de la Transición, pero no es verdad que hasta su advenimiento procaz el PSOE no intentara, como hemos descrito, el barrenamiento del régimen que nació en 1978.

Eso es mentira. El PSOE nunca se sintió definitivamente cómodo en él, sus principios se impedían, lo aceptó, lo intentó rebajar con sucesivas reformas y desvanecimientos, y el último preboste, por ahora, del partido, lo ha enterrado definitivamente. Pero el PSOE tuvo durante años a la Transición en la UVI. No es cierto que la Transición fuera tan bonita: el PSOE se la intentó cargar denodadamente. Queda demostrado. Basta ya de babosos elogios.

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