Política de menas, política de pena

El discurso facilón ha inundado hasta las mentes más preclaras. Todo se confunde en ese universo pagano de argumentarios baratos y consignas de todo a cien, donde la realidad molesta y la verdad se anula, sustituida por eslóganes oficiales de comodidad y consensos aburridos. Ahora, la dictadura censora te llama racista por cuestionar que por las fronteras entre todo aquel que excuse un motivo, sea real o no, y que las leyes y orden público estén supeditados a las necesidades políticas de un gobierno chantajeado por la xenofobia de verdad y que, sin embargo, no se quita la palabra racismo de la boca cada vez que convoca a la prensa. Hoy, exigir una inmigración legal, ordenada y con capacidad de aportar a la convivencia común es ser un intolerante, mientras que silenciar las violaciones, abusos y agresiones con arma blanca de quienes malviven en nuestras calles representa el ansiado progreso que nuestras élites vienen reclamando.
Lo de la izquierda con los menas es racismo. Puro racismo. Porque los usan para generar la inseguridad social que necesitan para alimentar así su discurso sobre el aumento de la ultraderecha -la real y la inventada- en España y Europa. No hay un reparto coordinado, ni tampoco una solución a la vista, resultado de una política sectaria e incoherente, basada en impulsos y argumentarios de propaganda, que es lo único que mueve a este Gobierno autocrático y desnortado y a sus huestes apesebradas, que defienden la inmigración, pero son los primeros en rehusar acoger inmigrantes en sus viviendas, como tampoco quieren que sus hijos frecuenten los barrios donde se amontonan aquellos como clanes y guetos. No hay una estrategia decente ni estudios sólidos que nos diga cuánta inmigración requiere España y por qué el flujo migratorio de menores que llegan a nuestras costas y se sueltan por las calles del país no se frenará a menos que se siga una política de firmeza y contención, como ya hicieron en Australia o Italia, sin ir más lejos.
La realidad molesta a quienes opinan con la venda en los ojos y el prejuicio en la cartera. Empero, aún así, hay que contarla. La mayoría de la migración que llega a España en los últimos años, en especial, y sobre todo, la magrebí, no está formada ni preparada para asumir puestos de trabajo a corto y medio plazo, no cotizan como el sistema requiere para su sostenibilidad futura, sino que, por el contrario, reciben prestaciones sociales por doquier, y además, por su origen cultural y social, protagonizan continuos episodios de violencia institucional (recluidos en centros) o callejera, donde la propia Policía confirma la impotencia que siente al ver cómo se libera a quienes han cometido crímenes o delitos menores con una impunidad propia de países pobres o en vías de desarrollo, que es adonde se dirige España sin remisión.
La pregunta es: ¿a quién beneficia todo esto? ¿Quién gana con la llegada descontrolada de inmigrantes, la mayoría jóvenes o menores, todos varones, provenientes de culturas donde se ejerce un dominio sobre la mujer y los homosexuales son lapidados o colgados en vía pública? ¿Por qué todo se resume al único discurso de «estamos obligados por el derecho internacional a acogerlos» y a destinar fondos sine die a un problema que no se quiere resolver? ¿Por qué se niega una evidencia palpable, la que nos explica que poniendo cubos de agua no se arregla la tubería que gotea, la misma realidad que nos dice que tú no puedes acoger en tu vivienda a mil inmigrantes, por mucho que tu corazón esté lleno de solidaridad?
Ningún niño debe ser arrebatado a sus padres. Pero aún menos, debe exiliarse de su hogar para satisfacer el negocio de unos mafiosos y la tranquilidad ideológica de unos políticos cómplices con su desgracia. Los menores que llegan a España lo hacen en condiciones de incertidumbre, acostumbrados a unas leyes y costumbres que aquí no representan los valores en los que se ha educado la sociedad española. Los datos no engañan: más de un tercio de los actos delictivos cometidos en España en la última década tienen como protagonistas a menas, niños (y no tan niños) procedentes del Magreb. Y los responsables son los mismos que aplaudieron en el Congreso a un tipo que dijo que en España no habría más de uno o dos contagiados por el covid. La siniestra realidad que la España progre y acomplejada no quiere ver supone una condena para las generaciones futuras. Sin política clara y determinante que nos lleve a concluir que el problema está en el origen, el mensaje a las mafias y a sus oenegés taxistas seguirá siendo el mismo: mientras no se corte el grifo, la gota seguirá llegando e inundando de problemas la convivencia social. Porque decir “todo el que llegue de manera ilegal, será devuelto” es demasiado racista, claro, aunque sea lo razonable y lo políticamente sensato. ¡Qué país!