La poesía de lo inalcanzable

Karla Gascón

Este artículo va dirigido a las mentes ocupadas, las almas limpias y los corazones satisfechos; a esas personas que se dejan la piel en su profesión y hacen la vida más bella; a los que hechizan con una mirada por su franqueza, su intensidad y su pulsión. Igualmente, rehúye de la tiranía de los débiles, de los que viven con todo muy cuidado, pero son terriblemente sosos, encorsetados y se alimentan de carnaza para sobrevivir a sus frustrantes existencias; de esos cohibidos ceros a la izquierda -o a la derecha (más vale aclarar, que este término está ya envenenado)-, que no se atreven y tratan de ridiculizar a los que sí se atreven o, y ahora les cuento, a los que sí nos atrevemos.

El sábado pasado bailé en un teatro delante de dos mil personas. Llevo cuatro meses recibiendo clases en una prestigiosa academia, no se crean que mis dotes danzarinas son añejas, ni sólidas, ni mucho menos consagradas. El tipo de baile que escogí es una variante más suave y femenina del estilo duro del New Style, danza contemporánea con pasos muy definidos y sensuales. Para hablar en plata, este baile sigue las directrices de la fabulosa Beyoncé. Trece mujeres de entre 30 y 60 años, cada una de su padre y de su madre, nos lanzamos al vacío, con una coreografía maravillosa ideada por un profesor de la jet set homosexual, que propuso un relato escénico de trazo muy fino, ensalzando su ideología de lo eterno femenino.

Muchos ensayos, mucha incertidumbre, muchas risas, mucho compañerismo y una vibrante ilusión ante el nuevo reto me hicieron vivir la experiencia como una de las mejores de mis últimos años de vida. En el escenario, antes de que se encendieran las luces, una se sentía desnuda (y no me refiero al cuerpo), con un fuerte compromiso por dar lo mejor y de la mejor manera. Apenas tres minutos de espectáculo, que salió muy bien, nos hicieron vibrar, afianzarnos en quiénes somos, seguir caminando renovadas y poderosas, destrozando cualquier imperativo ideológico, social o económico. Nada que ver con el ridículo destripe a Karla Sofía; nada que ver con los discursos políticos que se oyen en los premios Goya. Aquello fueron dos horas de espectáculo, en el que sólo hubo una protagonista: la danza.

El arte, tal como lo plantean desde arriba, es un negocio en el que nada es gratuito. Todo esconde siempre un cálculo, una motivación oculta. Un artista no es una oficina de relaciones públicas, con una ideología concreta que convenga, con una sexualidad explícita, con discursos militantes y mediatizados, que utiliza el micrófono cuando gana un premio como instrumento de propaganda para difundir la leyenda de moda en ese momento. Eso es cualquier cosa menos un artista: palabra sonora que es, en estos casos mencionados, como un sepulcro vacío. Sólo hay un discurso válido cuando se habla de arte, en cualquiera de sus disciplinas, y es aquel que celebra la creación, poniendo en valor el producto que ha salido del creador. A los artistas de verdad les falta piel para soportar la vida, piel que proteja su psique; lo demás son farsantes.

Es necesario decir a esas gentes cuánto trabajo hace falta para construir el objeto de lujo que llamamos poesía. Ensalzo aquí esos subrayados espirituales, esos arreglos picantes que hacen la salsa de la vida más atractiva, esa fina línea entre la elegancia estricta y sobria y la elegancia un poco de actriz y un poco de cortesana. Todo muy opuesto a la serenidad clásica, pero ajustado al perfume intenso que dan los aromas macerados. A mis años, medio siglo tengo ya a mis espaldas, el influjo del vértigo -dos mil personas mirando mis movimientos-, pupilas avivadas hacia dentro, todo en el estado más natural posible, se me antojó como la más feliz de las invenciones. En la fiebre de la creación, queramos o no, se olvidan todos los preceptos y todas las paradojas.

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