Una plaza para Félix Schlayer

Félix Schlayer

Al tiempo que arrecian los debates sobre la «memoria democrática», el pasado jueves se produjo en el pleno del Ayuntamiento madrileño de Torrelodones una insólita escena, digna de los mejores tiempos de la Transición: la aprobación sin ningún voto en contra, y con el apoyo de los concejales socialistas, de una moción de los populares para otorgar el nombre de una plaza del municipio a su vecino Félix Schlayer Gratwolh.

La propuesta ha sido promovida por la alcaldesa de Torrelodones, Almudena Negro, y el concejal Óscar Fernández González. En ella subyace el deseo de recuperar a través de personajes como Schlayer el espíritu de concordia que vuelva a unirnos a todos en torno a la lección de nuestros abuelos y padres: nunca más una guerra provocada por el odio entre españoles. Precisamente es su actuación humanitaria en la Guerra Civil la que ha situado a Schlayer en el friso ejemplar de los hombres buenos que trataron de enfrentarse a una contienda despiadada y brutal.

Nacido en 1873 en Reutlingen (Alemania), Schlayer vino a España en 1895, afincándose en Torrelodones, donde fallecerá en 1950. Era socio de una empresa de maquinaria agrícola de la que después será propietario. De profesión ingeniero, inventaba y patentaba sus propios productos para trabajar el campo.

La primera noticia sobre él que aparece en la prensa española es de 1901, precisamente por una exhibición de su maquinaria agrícola en Madrid. Un año después la exposición fue visitada por el Rey Alfonso XIII, a quien Schlayer regaló como recuerdo la miniatura de un arado, quién sabe si con intención irónica.

Cuando estalla la Guerra Civil, Schlayer tiene 63 años. Hombre de fuerte carácter, que no se arredró ante nada, sus escalofriantes vivencias quedarán reflejadas en sus memorias, de la que existen hoy dos ediciones en español, Matanzas en el Madrid republicano, a cargo de José Manuel Ezpeleta, y Diplomático en el Madrid rojo, en edición de Javier Cervera.

Al estar ausente el responsable de la Legación noruega, situada en el 27 de la calle José Abascal, fue nombrado encargado de negocios con carácter interino. La afluencia de gente que buscaba ponerse a salvo en la representación noruega, como en otras embajadas y legaciones, fue tal que Schlayer la amplió al número 25 de la misma calle. En total, dio refugio a 900 personas, entre ellas 120 niños a los que garantizó el suministro de leche al convertir los garajes en establos para vacas.

De la vida en el Gross Asyl Noruega, el Gran Refugio Noruega, como lo denominó Schlayer, conocemos el testimonio de Manuel Jiménez-Alfaro y Alaminos, que se convertirá en su mano derecha como secretario de la Legación, donde se refugia con su mujer y sus cuatro hijos: «No es posible -relataba este militar retirado- el poder reflejar lo que esta vida requería: basta imaginar una casa dentro de la cual hay más de 800 personas, que no pueden ni salir ni asomarse a una ventana, que todas están perseguidas y algunas hasta condenadas a muerte y que la mayoría vivía en la zozobra de tener sus familiares fuera, también en situación de peligro».

Otra faceta clave de Schlayer en el Madrid revolucionario fue la visita a los presos detenidos por desafectos. Su acción humanitaria en las cárceles la realizó acompañando al delegado de Cruz Roja Internacional, Georges Henny, un joven pediatra suizo a cuya extraordinaria labor filantrópica en Madrid he dedicado mi último libro, «¡Detengan Paracuellos!».

En las semanas siguientes, la actuación de ambos va a cobrar aún más protagonismo. Así, el 7 de noviembre, cuando salen las dos primeras expediciones de la cárcel Modelo para ser asesinadas en Paracuellos del Jarama, se entrevistan con el general Miaja, presidente de la Junta de Defensa de Madrid nombrada por el gobierno, que ha huido en la tarde noche anterior a Valencia ante la llegada de las tropas de Franco. Tanto Miaja como Santiago Carrillo, consejero de Orden Público, niegan conocer entonces el traslado de los presos.

Días después Schlayer y Henny harán dos informes decisivos sobre el hallazgo de las fosas de las masacres de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. El informe de Schlayer será conocido en diversas cancillerías europeas y americanas, mientras que el de Henny llegará a la sede de Cruz Roja en Ginebra.

Por esta razón, Schlayer se convierte en un testigo incómodo para el Gobierno republicano, que en julio de 1937 le declara persona non grata. Embarcó en Valencia para salir de España, pero la policía republicana le ordenó volver a tierra para comprobar su pasaporte, lo que Schlayer temió que fuera una excusa para asesinarlo. La intervención del diplomático checo Zdenko Formanek le permitió volver al barco sano y salvo.

Sus memorias del Madrid revolucionario fueron censuradas en primera instancia por las autoridades nazis y sólo pudieron ser publicadas un año después por una pequeña editorial de Berlín cuyo catálogo de autores, algunos críticos con los nazis, distaba mucho de ser cómodo para el régimen de Hitler.

Sus enemigos, quienes perpetraron las matanzas en el Madrid rojo y quienes las ocultaron, le atacaron sin piedad acusándole de espía y de nazi. El propio Schlayer afirma que avisó a los nacionales de un ataque de las fuerzas republicanas en abril de 1937, pero Javier Cervera señala que en el servicio de espionaje franquista no hay una sola referencia al diplomático como agente.

El mayor estudioso de su figura, Mario Crespo Ballesteros, desmiente las acusaciones de nazi contra Schlayer que aventó Santiago Carrillo en sus memorias. Así, señala que intercedió en 1939 ante las autoridades españolas en Washington para facilitar el refugio en Estados Unidos de su hija Clotilde, contraria al régimen de Hitler, y de su pareja, el doctor judío Walter Kempner. No hay indicios de antisemitismo en la conducta de Schlayer como tampoco en sus escritos, según destaca Crespo.

Schlayer denunció también los atropellos en zona nacional, al mismo tiempo que alababa a figuras republicanas como Melchor Rodríguez, llamado el Ángel Rojo por detener las matanzas de presos en Madrid. Por lo demás, su primera impresión de la España de Franco resultó decepcionante. Cuando un amigo le preguntó cómo encontraba la nueva España, Schlayer respondió con ironía: «Te lo diré cuando la encuentre».

La extraordinaria labor de Schlayer en defensa de los perseguidos en el Madrid frentepopulista abrió un camino que años más tarde adquirió toda su dimensión en una Europa arrasada por la guerra y el genocidio nazi. Mario Crespo asegura que «no es disparatado establecer un lazo entre la labor del Cuerpo Diplomático en España durante la Guerra Civil y la que pocos años después desarrollarían nuestros embajadores en distintos países europeos para salvar a miles de judíos de una muerte segura».

El Ayuntamiento de Torrelodones ha hecho justicia con Félix Schlayer, con razón llamado por José Manuel Ezpeleta el Schlinder español, por salvar miles de vidas a riesgo de la suya propia. No hay mayor heroísmo que ese: arriesgar la vida por la de los demás. Y eso vale al menos dar nombre a una plaza en cualquier municipio de gente de bien.

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