Pau Riba y la Cataluña excéntrica

Pau Riba
Pau Riba

Que yo no me adhiera a la idea de un fet (hecho) diferencial para justificar la separación y la republiqueta no quiere decir que no sea consciente de que los catalanes tenemos un ramalazo muy pero muy peculiar. Me he encontrado gente rara por el mundo cuya posible nacionalidad me ha hecho romper la cabeza y que al final eran de aquí, de casa. Incluidos una pareja alta y sofisticada, vestida de noche cual una Carole Lombard y un William Powell, en un ferry a Génova hace 50 años que, por la mañana, al llegar al muelle a mucha velocidad, soltó ella un delicado y traicionero encara ens fotarem un clatellot contra el moll. Que, traducido libremente y con carga similar, sería “aún nos arrearemos una hostia contra el muelle”. Y también una anciana con un medio velo de rejilla en el rostro en un aeropuerto, que no era una aristócrata rusa como supuse ni mucho menos.

Pau Riba es otro de ellos. Yo no llegué a conocerle personalmente, pero justo se dispersaba su estela cual chemtrail cuando llegué a mediados de los 70 a La Mola, en Formentera. En los precarios hogares de aquellas masías (o establos) sin agua ni luz alquiladas a los payeses aún se hablaba de él y de sus niños como de dioses. De uno de ellos, el mayor, supe que se llamaba Caín (entonces en castellano), lo que me daba una idea de la extravagancia del Pau i de la Mercè. En el mundo de Formentera, los hippies eran capaces de pintar los ojos de sus niños con kohl para evitar el mal de ojo -igualito que en Benarés- pero a la vez ponerles nombres que ya en sí eran una maldición. Ahora, aquel pequeño Caïm se dedica a la música tras superar un cáncer de próstata muy agresivo que detectó peligrosamente avanzado, según una entrevista de hace un año. Tremendo que también un cáncer sin descubrir a tiempo acabase con la vida de su padre, Pau Riba, este mismo mes de marzo.

Ninguna crónica puedo hacer ni de aquel tiempo ni de aquella cultura. Yo, que ya era una “escéptica” en ciernes, odiaba nada cordialmente aquella vida de arrastrados que solo podían aguantar quienes le daban todo el tiempo al LSD y al sexo libre, que no era mi caso. ¡Todo ese rollo de los partos en casa, el tocarle la flauta al sol poniente y las tonterías con las pirámides! El ideal hippie de la vuelta a la naturaleza, tan arrogante, hizo que Caïm y el pequeño, Pauet, nacieran sin ayuda médica ni cerca ni lejos. Lo que llamaban ellos “un parto natural”. Decía así Pau Riba en una entrevista demasiado reciente: “Por muy racionales que seamos, no dejamos de ser animales y, si ellos lo hacen sin ningún tipo de control médico o técnico, nos sobraba toda la parafernalia impuesta por el complejo médico-hospitalario con que el sistema capitalista ha rodeado el asunto”.

No, aquellos hippies de la burguesía no tenían ni idea de lo que hablaban. Y yo, con veinte años, algo me intuía. Tenía claro que los únicos que, de pasar ahí algo más que unas vacaciones, podrían volver y reorientar sus vidas eran los que, como Pau Riba, venían de una familia bien (era nieto del poeta Carles Riba, entre otros parientes interesantes) con amplias redes de potencial inserción. Por más que me molasen la estética y la poesía, sólo quería largarme cuanto antes.

Lo mejor de todo aquello, visto a posteriori, era lo alejado que transcurría del huevo de la serpiente nacionalista que ya andaba entonces incubándose. Era ingenuo, universalista y dejó a algunos con alguna buena finca en las Baleares. Para información de verdad acudan a Ramón de España que tiene la benevolencia de la añoranza de los años jóvenes. Dice que “la Cataluña burguesa (incluyendo al sector suicida) que lleva décadas cortando el bacalao en Barcelona debería sacar sus sucias manos de Pau Riba y del underground”.

Qué tierno.

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