Se nos están comiendo vivos (esas clases extractivas)

Teresa Giménez Barbat

Muchas de las instituciones y puestos de trabajo que directa o indirectamente se nutren del erario público pueden describirse como “chiringuitos”. Los chiringuitos no tienen función alguna salvo su supervivencia. Se cultivan por su calidad de trama clientelar, para seguir recibiendo un sustento de votos por parte de las manos que reciben la nómina. Y van a surgir como setas.

Sufrimos una oleada de políticos montados en la esterilidad e improductividad de lo que se ha venido en llamar “posmodernismo”. Inventan problemas nuevos para ofrecerse a solucionarlos. Es la explicación que sugiere Robert Henderson de la ola de wokeísmo, de esas ideologías superfluas basadas en lo que llama “luxury beliefs”.  Creencias vacías porque son superfluas, aunque caras: feminismo de flojísima argumentación; alarmismos climáticos alejados de la ciencia y de la razón, pero con capacidad para estigmatizar y acallar discrepantes. Artefactos ideológicos cuyo auténtico objetivo es que nuevas generaciones que encuentran bloqueadas sus aspiraciones a los empleos de élite creen espacios inéditos donde acomodarse. Jóvenes en edad de formar su propia familia, que prefieren no asumir los costes tradicionales de largas y duras carreras o de penosas oposiciones. Como dice Félix Ovejero en su artículo de El Mundo, Los (nuevos) chiringuitos: «¡Reparemos en la cantidad de parejas que nutren los cargos!».

Sí, existe una voluntad descarnada y resuelta de morder nuestras carteras. Ovejero recuerda en su columna una grabación de Íñigo Errejón en la que recomendaba “crear instituciones”, auténticos puertos donde cobijarse para “acoger a los cuadros militantes que ahora se están dedicando a los trabajos institucionales”. Dice que Errejón citaba concretamente al peronismo como modelo. Pero no hace falta acordarse del sistema de parasitación argentino: Cataluña es un modelo más cercano. Los nuevos presupuestos catalanes disparan el gasto en más de 5000 millones de euros, un 17%, y contemplan ingresar 600 millones en impuestos gracias a tasas ecológicas. Vamos a tener 29.000 funcionarios más que no serán sólo probos profesionales de la medicina, la docencia o los cuerpos de seguridad como alegan ellos. Van a incrustar a muchos de los suyos que no son nada de eso.

Esto es el paraíso. El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, disfruta de un sueldo bruto de 132.856 euros anuales. Es el presidente autonómico que más cobra de España, aunque Laura Borràs, presidenta del Parlament, gane más dinero que él: alrededor de los 150.000 euros. Le sigue a Aragonès, a bastante distancia, el Lehendakari (106.000 euros), la presidenta de la Comunidad de Madrid (103.000 euros) o el presidente de Castilla-La Mancha (100.000 euros). Como una incongruencia más, el presidente del país, Pedro Sánchez, cobra 86.000 euros anuales.

Las autonomías son un chollo. Y si tienen algo parecido a una lengua propia y pueden victimizarse por ello, el chollo de los chollos. A por él van en Asturias, donde ya tienen en marcha un supuesto “conflicto lingüístico” que exigirá más chiringuitos. Inaciu Galán, vocal de Iniciativa pol asturianu, dice que “no solicitamos ayudas públicas”.  Y nos partimos de la risa.

Ayer estuvo Isabel Ayuso en El Hormiguero y arrasó. El ciudadano, harto de que le engañen y estrujen, la ve con esperanza (no hablo de Aguirre). Y en mi tierra la detestan de forma maníaca. Hace unos días leía una columna en El Periódico en que el autor, Ernest Folch, se dolía de que Piqué dijera que Madrid era un ejemplo para Europa. Según él, no podía compararse la capital de España con Barcelona porque aquí podíamos ir mejor en bicicleta, “vivir en paz y en justicia, o respirar aire puro”.  Al parecer en Madrid no hay ni parques. Pobre hombre.

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