Menos mal que no era rebelión

Menos mal que no era rebelión

Por muy robot que uno sea, inteligente que parezca, precavido que ande o muy preparado que esté, es el factor humano el que cambia la historia de un hombre. O de un grupo de seres humanos. Eso es lo que, con la perspectiva que da el paso de los siete días transcurridos, cabe colegir que ha sucedido en la Sala Segunda del Supremo. La sentencia del 1-O parece destinada a contentar a todos, lo que toda la vida de Dios se ha dado en llamar decisión salomónica. En resumidas cuentas, una componenda que al final ha acabado cabreando a todo quisqui, a quienes estamos del lado de la legalidad y a los golpistas que querían un borrón y cuenta nueva desde el punto de vista sancionador.

El fallo, y nunca mejor dicho, de la Sala Segunda es de no creer. Sostener que lo ocurrido en octubre de 2017 no fue una rebelión sino “una ensoñación” roza por ser suaves la tomadura de pelo. Una ensoñación es, diccionario de la Real Academia en mano, “la acción y efecto de ensoñar”. ¿Y qué es ensoñar? Pues tomando de nuevo la biblia de la gramática española, “tener ensueños”. ¿Y qué diantres es un “ensueño”, se preguntarán con más razón que un santo? Pues ni más ni menos que un “sueño o representación fantástica de quien duerme” o “una ilusión o fantasía”.

La abracadabrante sentencia puntualiza que “no existió un peligro real de secesión” sino “una ensoñación”. Apostillan que los actos protagonizados por los barandas independentistas en esas semanas en las que España vivió peligrosamente no fueron más que “un artificio engañoso para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de la fundación de la república catalana”. Vamos, que la aprobación de las leyes de desconexión en el Parlament, el referéndum ilegal del 1-O, los más de 300 actos violentos certificados por la Guardia Civil y la declaración de independencia fueron una broma. Una patochada. Un chiste. Una gracieta.

Esta interpretación constituye un insulto a la inteligencia. Ahora resulta que el Supremo interpreta no los hechos sino la conciencia de los reos. Delirante. Por cierto: debió de ser también un sueño que tuve yo, una pesadilla de una noche de otoño, el cerco a la Conselleria de Hacienda del 20 de septiembre de 2017 cuando miles de personas a las órdenes de los fascistoides Jordis secuestraron literalmente a la comitiva que por orden del titular del Juzgado de Instrucción 13 de Barcelona registraba las dependencias de la Generalitat. La comitiva liderada por la secretaria judicial entró a las 8 de la mañana y permaneció retenida contra su voluntad 16 horas. Al final, se libraron de males mayores huyendo por la azotea, saltando al edificio contiguo que alberga el teatro Coliseum.

Pero no quedó ahí la ensoñación. Las hordas a las órdenes de los Jordis destrozaron tres vehículos de la Guardia Civil, que quedaron para los restos, y en su orgía de violencia sustrajeron varios fusiles que había en el interior. Pues bien, ni ésta ni las otras 300 actuaciones violentas acreditadas por el benemérito cuerpo son suficientes para tildar lo ocurrido de rebelión. El Código Penal prescribe que son reos de este delito “los que se alcen violenta y públicamente para derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución, destituir o despojar de sus facultades al Rey y declarar la independencia de una parte del territorio nacional”.

Si en octubre de 2017 los secesionistas no se alzaron violenta y públicamente para derogar la Constitución, mandar al Rey a paseo en Cataluña y declarar la independencia que venga Dios (o el diablo) y lo vea. La aprobación de las leyes de desconexión suponía tácitamente la anulación de la Carta Magna y la destitución de facto de Don Felipe como monarca constitucional en Cataluña. Y la declaración de independencia aprobada el 27 de octubre tampoco me la invento yo. Existió. Vaya si existió. En fin, que se dan todos los requisitos para calificar los hechos de rebelión, mejor dicho, de rebelión como la copa de un pino.

Como no podía ser de otra manera, el cabreo de los cuatro fiscales asignados al caso (Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Fidel Cadena y Jaime Moreno) y el magistrado instructor, Pablo Llarena, es sideral. Normal. Hay que recordar que, para más inri, la fiscal general en un gesto que le honra dejó hacer y no puso un solo reparo a la calificación de los sucesos como rebelión. Tampoco podemos ni debemos olvidar que el gran Pablo Llarena concertó cada paso que dio con el presidente de la Sala Segunda, Manuel Marchena. A todo esto se le llama en mi pueblo dejarte tirado.

Por no hablar del putsch de una jefatura de la Abogacía del Estado que se fumigó al jefe de lo Penal, Edmundo Bal, por negarse en redondo a decir “sedición” donde siempre había escrito una sola palabra: “rebelión”. Le sustituyeron por la obediente Rosa María Seoane, que optó por ese “sí, bwana” que tan rentable resulta en este país todavía llamado España. Lo más mosqueante de todo es que la sentencia es en el fondo, y no precisamente por su pericia ni tampoco por su brillantez, una victoria involuntaria de esta abogada del Estado madrileña antaño persona de confianza del marianismo y del cifuentismo en la Comunidad de Madrid, ahora fiel escudera del sanchismo gobernante. En fin, esas cosas que le pasan al PP.

Con todo, lo más mosqueante es que las penas establecidas, que van desde el gratis total a Santi Vila, Carles Mundó y Meritxell Borràs hasta los 13 años de Junqueras, coinciden casi milimétricamente con los planteamientos de la Abogacía del Estado. Con los planteamientos de Pedro Sánchez, para que me entienda todo el mundo. Para que no dé el cante, han optado por meter un año más o un año menos de lo que solicitaba la Abogacía a la mayor parte de los encausados. Con alguno ha habido coincidencia matemática. Blanco y en botella. Sea como fuere, lo cierto que el gran triunfador es un Pedro Sánchez que contempla cómo el Supremo ha seguido consciente o inconscientemente sus dictados.

El Alto Tribunal, instituido por La Pepa en 1812, perdió el prestigio acumulado durante 207 años en menos de 48 horas. Las que discurrieron entre la publicación de la sentencia y los salvajes incidentes que pusieron patas arriba una ciudad, Barcelona, cuyas escenas se asemejan más a Bagdad que al cosmopolitismo de ese 1992 que la puso en el mapa con mayúsculas. Las escenas de guerra que se viven en la Ciudad Condal dejan en ridículo una sentencia con tufo politiquil y seguramente no porque haya habido interferencias directas de Moncloa.

¿La violencia de estos días es ya suficiente para catalogar los hechos de rebelión? ¿La invitación de Torra a la ciudadanía a “expresar su rabia” por el veredicto no es motivo más que suficiente para entender que es él quien está detrás de los violentísimos CDR entre los cuales, por cierto, hay varios familiares suyos? Sardá lo pudo decir más alto pero no más claro ayer en El Periódico: “Torra es el infiltrado”. ¿Las reuniones y las promesas del president a dos de los CDR detenidos por terrorismo eran también una “ensoñación”? Esto, señorías del Supremo, es un golpe de Estado perfectamente organizado. Es más, si hay malversación, como ustedes mantienen, eso significa que no estamos hablando del Ejército de Pancho Villa precisamente.

El servicio ha sido lo que en otros menesteres se denomina “un completo”. El Gobierno jura y perjura que no habrá indultos. Ni falta que hace, puntualizo yo. Porque la negativa de la Sala Segunda a aplicar el artículo 36 del Código Penal implica que los condenados podrán acogerse al tercer grado cuando lo estime Prisiones de la Generalitat. Dudo muy mucho que se coman el turrón en la cárcel. Será el siguiente escarnio de un Estado estúpido, el español. Un Estado que ha jugado demasiado a la ruleta rusa, un Estado que el lunes pasado apretó por sexta vez el gatillo del revólver reventándose los pocos sesos que le quedaban. Ni siquiera el gran Marchena, que apostaba por esa fórmula intermedia que es la conspiración para la rebelión, ha podido parar este suicidio.

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