El matrimonio de Antonio Maura

Antonio Maura

Viejas historias de Castilla la Vieja. El verano de 1877, Antonio Maura Montaner tenía veinticinco años. Su jefe, el abogado Germán Gamazo, pasaba unos días de descanso en su pueblo natal, Boecillo. Tenían asuntos de trabajo pendientes, así que hasta allí se desplazó el joven mallorquín para atenderlos. Sin la más mínima sofisticación, con la elegancia de lo simple, con las somnolientas vacas a lo lejos, hayas, jaras, zarzales, la voluptuosidad de la juventud llena de pasión ardiente inundó a Antonio y a Constancia, la hermana pequeña de Gamazo. Se inició el idilio entre ellos. Paseos en bicicleta que, como luego inmortalizaría su bisnieto Jaime Chávarri, son para el verano. Dos condiciones puso la castellana a su novio: que no se aficionase a la caza y que no se metiese en política. Todavía me mareo al pensarlo, así que prefiero no pensarlo.

Unos meses después, en la primavera de 1878, un flamante Germán, entonces viudo, llevaría al altar de la parroquia de San José, en la madrileña calle Alcalá, a su hermanita para desposarla con su discípulo más aventajado. Este afianzamiento de las relaciones profesionales, políticas y económicas entre ellos responde a toda la maquinaria en torno a la cual se forjó el cambio a la modernidad en la España contemporánea. El talento edificador iniciado por Cánovas había permitido idear un sistema, que, con todos sus defectos, estaba destinado a perdurar. El sentido común es, por definición, una cualidad colectiva, y ése fue el sentido que coronó a este matrimonio, de ahí su indiscutible éxito.

Algo más de nueve meses después, Constancia se convirtió en madre de Gabriel. Un primogénito varón era, por entonces, lo más preciado para una madre y no digamos para un padre. Se siguió la tradición de los nombres balear, y no la castellana. Fue así que aquel niño llevó el nombre de su tío Gabriel, el hereu de los Maura Montaner, que había sido un segundo padre para Antonio. Una verdadera suerte si pensamos que aquel día el santoral celebra a San Agileo, San Artemas, San Bretanión y San Palemón. Tras él, llegaron tres niñas, de manera que los privilegios de aquel que sería duque de Maura no se vieron demasiado empañados durante un buen tiempo. Tras ellas, nacieron Antonio, Honorio, Miguel y José María. Los Maura Gamazo terminaron de formar la familia con María y Susana: cinco hijos y cinco hijas,

En 1888, cuando Antonio y Constancia ya tenían siete hijos, se trasladaron a la calle Génova, nº 24, conocido como palacio de Gamazo. Allí estuvieron durante diez años. Su última residencia, la que acoge actualmente la Fundación Antonio Maura, fue comprada a la marquesa de Manzanedo en 1898. Situada en el nº 18 de la calle Lealtad, calle que Madrid le dedicó a su muerte, se ubica en la cima de una suave cuesta que conduce al hotel Ritz, muy próxima al parque del Retiro. Fue allí donde el pasante del despacho de Maura, un joven Francisco Moreno Zuleta de los Reales, se enamoró de Carmen, la hermana de la mujer de Gabriel Maura Gamazo, Julia de Herrera y Herrera, condesa de la Mortera.

Antonio y Constancia formaron toda su vida un matrimonio sólido, firme, inquebrantable. Cuenta una crónica de la época que ya ancianos parecían novios. Maura fue un hombre que triunfó por su propio esfuerzo, una anomalía para la España de aquel tiempo, pero acorde con el lugar que el destino le tenía reservado y que le permitió encabezar el devenir de nuestro país. Todo fue posible gracias a la niña boecillana, menudita, discreta, que ha dejado pocas palabras tras de sí para haberla podido perfilar con más exactitud, pero me parece que a ella los pequeños detalles, a estas alturas, tampoco le preocuparían tanto.

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