Frente al insulto y a la jactancia, dignidad
No soy persona de veleidades monárquicas. Mis inclinaciones son básicamente republicanas porque siempre entendí que la república como forma de gobierno es más moderna, justa y democrática. Considero casi perfecto el sistema presidencial norteamericano, con un jefe de Estado y de Gobierno elegido de forma independiente al legislativo y donde, con un poder judicial exquisitamente neutral, conforma una perfecta estabilidad. Trato de ser republicano por razón y por convicción. Por el contrario, la monarquía siempre la consideré desfasada, obsoleta y antigua. Proclive por su no elección a crear súbditos frente a individuos. Y los cantos de sirena de quienes me trataban de convencer sobre la base de la estabilidad institucional y del papel nulo por funciones tasadas que tiene el Rey de España no hacían más que ahondar en mi rechazo a la figura de un rey. Se ampliaban los argumentos favorables para conseguir mi conversión monárquica en el papel que de “símbolo” tiene la Corona. Argumento siempre que rechacé por teórico.
Pero el simbolismo de la Corona y el “asidero” que en nuestra España de hoy tiene me han supuesto un serio replanteamiento intelectual. Porque la actitud de Felipe VI en la manifestación del pasado sábado superó el concepto de “símbolo” con funciones representativas, de arbitraje y de moderación. No fue responsabilidad suya haberse fotografiado junto a dos niñas musulmanas, cuando las víctimas del último acto de guerra no lo eran. Tampoco lo fue acudir a un acto donde se vomitó odio a España y hacia todo lo español. Su gallarda y digna actitud frente a los acosadores y sediciosos supuso un gran consuelo para muchos españoles. Representó aquello que la gran mayoría sentimos por una nación con más de 600 años de historia.
Me manifiesto convencido de lo lesivo que supondría el advenimiento de la república. Con la existencia en la España de hoy de un amasijo de partidos políticos donde una buena parte pretenden partir y despedazar su unidad, la actitud de Felipe VI con respecto al cobarde desafío soberanista ha puesto en valor el nexo común de unión entre todos los pueblos de España. Ha conformado un “espacio universal” que nos ha otorgado, por encima de todo, reforzar la unidad de la nación. Conseguí ver en la monarquía la institución que ha llenado un importante hueco del que carecíamos. Y lo ha llenado Felipe VI porque quienes están obligados a ello han desertado de sus obligaciones, bien por omisión o bien por contemporización extrema. Nuestro soberano se convirtió en un referente moral estando por encima de las instituciones que presuntamente nos representan. El rey se ha quedado solo frente a estas, pero ha ganado “pueblo”. Aquellos que miran de refilón y vagan sobre teorías vacías acerca del “qué hacer” deberían realizar determinados gestos coincidentes con los del Monarca, ser un “estilete” en su inquebrantable defensa del principio de la unidad de España porque mantenerla, abogar por su continuidad histórica, no es sólo la función de la Corona.
Intelectualmente sigo siendo republicano. Para otros advenedizos es más populista hablar de la República sin dotarla de verdadero significado. Por desgracia, hoy hay otros muchos problemas en España como para gastar nuestras fuerzas en cambiar la Monarquía por una República. Tocar la Constitución para introducir tan inoportuno cambio nos podría llevar a paralelismo históricos desgraciados en nuestra historia. Porque con nuestra clase política actual una república abocaría al fracaso y a las luchas fratricidas a la figura del jefe del Estado y a la nación en sí, generando nuevas y graves tensiones a un sistema que ya está sufriendo un desgaste casi al límite por culpa de oscuros intereses partidistas, de cobardes bravatas personales y de pusilánimes actitudes enmascaradas de falsa prudencia. Como dijo Edward Young, poeta inglés: “La dignidad comienza donde la jactancia acaba”.