España enajenada

Sánchez Franco
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Ya se ha advertido el riesgo de que los fastos por la muerte de Franco en 1975 se vuelvan contra Pedro Sánchez. He terminado de dar la razón a quienes sostienen tal argumento después de revisitar estos días el testimonio que nos dejó en aquel mismo año una figura clave de la Transición.

Me refiero al filósofo Julián Marías, discípulo de Ortega y Gasset, quien a partir de 1977 se convirtió en un discreto consejero de Juan Carlos I y de Adolfo Suárez, jefe del Gobierno que dio los pasos hacia la democracia bajo la inspiración de Torcuato Fernández-Miranda.

Nombrado senador por designación real, la influencia de Marías en aquellos acontecimientos que posibilitaron la Transición fue muy importante. Su intervención resultó decisiva, por ejemplo, en la inclusión del término «nación» referido a España en la Constitución de 1978, después de que en su famoso artículo Por mí que no quede advirtiera de su ausencia en el anteproyecto de la Carta Magna.

La personalidad y trayectoria de Marías, quien pagó el precio de la cárcel y el ostracismo en la dictadura por su fidelidad a sus principios, hacían aún más profundo y auténtico su compromiso con el cambio democrático.

Su discípulo y biógrafo Helio Carpintero tiene un interesante estudio, Una voz de la Tercera España. Julián Marías, 1939, sobre el papel que desempeñó el filósofo, entonces en las filas militares republicanas, como ayudante del socialista Julián Besteiro en las postrimerías de la Guerra Civil.

Conviene recordar que, en aquellos momentos, marzo de 1939, estalló una revuelta anticomunista en el bando republicano, encabezada por un Consejo Nacional de Defensa presidido por el general José Miaja, héroe de la defensa de Madrid. Con el coronel Segismundo Casado como artífice militar, y con el apoyo del resto de las fuerzas del Frente Popular, propiciaron un golpe contra el gobierno de Juan Negrín y sus aliados comunistas.

El PSOE jugó un papel crucial a favor de este golpe militar que supuso la puntilla para la Segunda República, con figuras como el citado Besteiro o Wenceslao Carrillo, padre del que sería secretario general del PCE.

Los comunistas reaccionaron con una revuelta que dejó en Madrid, después de una semana de durísimos combates callejeros, más de 200 muertos de los que no se acuerda nunca nadie en estos tiempos de desmemoria histórica. A muchos de los comunistas detenidos por las fuerzas del Consejo los encontraron los franquistas en las cárceles al acabar la contienda.

La intención era poner fin a la política de resistencia de Negrín y los comunistas ante una población exhausta por la guerra, y propiciar un acuerdo con Franco para concluir la contienda sin vencedores ni vencidos, a modo de nuevo «abrazo de Vergara». Iluso objetivo, astutamente alimentado por Franco con vistas a dividir a las fuerzas republicanas.

Como señala Carpintero en su libro antes citado, Marías fue el autor de varios editoriales publicados en las últimas semanas del conflicto en las páginas del ABC republicano. En ellos abogaba por la construcción de la paz y la concordia, anticipando con cuarenta años de antelación el paso político que sellaría definitivamente el abrazo entre los españoles para enterrar las dos Españas.

«Vivir en una nación supone que se puede discrepar cuanto se quiera, pero dentro de ciertos límites, en los que se convive. Se puede ser muy diferentes, siempre que a la vez se sea unos», escribía en una pieza titulada La división del pueblo español el 26 de marzo de 1939, una semana antes de terminar el conflicto.

En el mismo editorial reprochaba a unos y otros que, por encima de sentirse opuestos y separados por sus opiniones, lo que consideraba justo, no se sintieran unidos en cambio «por su origen, su pasado, por todo su haber común y por una cosa muy importante más: por el objeto mismo de esas apasionadas actividades opuestas, que era, ¡qué casualidad!, la misma nación española».

El sentido patriótico de las palabras de Marías se engrandece aún más por los momentos en que están expresadas. Apenas faltaban semanas para que él mismo fuera encarcelado por los vencedores. Pero ahí quedaba, en los hoy amarillentos pliegos del ABC republicano, su llamamiento a recuperar entre todos los españoles la nación desposeída.

Tendrían que pasar otras cuatro décadas, una vez muerto Franco, para que de la pluma de Marías saliera de nuevo esa idea en 1976, en su libro La España real, para constatar esta vez que «España fue devuelta a los españoles».

No lo decía porque les hubiera sido arrebatada en 1939, sino porque les había sido enajenada en 1936 por los unamunianos “hunos” y “hotros”, quedando después confiada “a la custodia y los cuidados de una fracción de los promotores de la antigua enajenación”.

Por esto he afirmado al principio que estaba de acuerdo en que los fastos franquistas se iban a volver finalmente contra Sánchez. Porque van a hacer meridianamente visible que sus años de poder en La Moncloa han supuesto una nueva enajenación de España.

Sánchez nos ha arrebatado nuestra nación a los españoles al excluirnos de sus reiteradas decisiones para desguazarla de acuerdo con el capricho de sus aliados filoetarras y secesionistas, que siempre han querido destruirla. Porque ser una nación es decidir juntos su destino, sin que ese destino sea continuamente despiezado y subastado al mejor postor, según se cotice el apoyo mendigado por Sánchez a sus socios en cada ocasión.

Nada de lo que se ha propuesto Sánchez para demoler los cimientos de nuestra democracia estaba en sus programas electorales. Ni el indulto ni la amnistía. Ni la supresión del delito de sedición ni la reducción penal de la malversación de fondos públicos. Ni la ruptura de la caja común con el cuponazo catalán ni la desactivación de la acusación popular, esta última con el fin de dejar impunes los delitos en caso de que el vertido de las cloacas de la corrupción llegue al cuello de su mujer, su hermano y sus colaboradores más cercanos, incluido «su» fiscal general.

La idea de nación española como «haber común», según las palabras de Marías en 1939, está ausente en la mente de Sánchez. España es para él un campo de experimentación en el que calibrar el potencial desintegrador de sus semillas de cizaña. Se puede ser diferentes, según el principio de Sánchez, siempre que el diferente reconozca tener menos legitimidad democrática que él y sus socios.

No hay convivencia posible cuando discrepar de la propaganda oficial o cuando investigar la corrupción de su partido, su gobierno y su entorno familiar se entienden como una amenaza para el poder de Sánchez, y no como lo que son: garantía del Estado de derecho y de la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

No hay nación viable cuando el único objeto del poder es hacer inviable la nación si eso garantiza su permanencia en La Moncloa. Hoy nada motiva a Sánchez para devolvernos nuestra nación y permitirnos ser de nuevo dueños de su destino. Todo lo contrario. Cada día que pasa se le hace más necesario seguir elevando su muro frente a los que no nos resignamos ante sus propósitos caudillistas.

Ahora se entiende mejor la vertiginosa atracción de Sánchez por ese fuego fatuo o «luz de muerto» que ha venido iluminando sus pasos desde que llegó a La Moncloa. Por eso se llevó los despojos del dictador desde los peñascos de Guadarrama al cementerio de El Pardo, para tenerlos más cerca y para complacerse observando en sus fosforescencias los reflejos de su propia fatuidad, que está resultando tan devastadora.

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