España y Cordelia

España y Cordelia
España y Cordelia

En Diario de un seductor, Kierkegaard, filósofo danés, establecía tres estadios, a través de los cuales el hombre podría desarrollarse en su plenitud: el estético, el ético y el religioso. Argumentaba que el primero se enmarcaba en plena inmadurez intelectual y que el segundo sólo podía vivirse acorde a una tabla de principios, valores y compromisos vitales de estricta obediencia y seguimiento. El estadio religioso, por su parte, abarcaba todo aquello que lo racional no alcanzaba a comprender y que situaba al hombre y a Dios en planos paralelos de la realidad. Claro que para un furibundo anticristiano como Kierkegaard, que vivió en consonancia con el quehacer estético y con el remordimiento ético, el aporte espiritual era lo de menos, y aconsejaba a sus allegados que no perdieran la fe en la fe, aunque ésta se manifestara sólo en lo estético, en decir, bajo las apariencias del qué dirán, y no en lo ético, sujeto a una vida plena de sentido y responsabilidades. Kierkegaard murió joven, preso de una fiebre productora de escritos, ensayos y pensamientos que mermarían su quebradiza salud, tras una vida de condena y lujuria, una moral y otra física.

Diario de un seductor cuenta la historia de un Don Juan moderno que se dedica a corromper mujeres con el único objetivo del goce sensual y el placer por el placer. Cordelia, una de sus víctimas, se aflige diariamente ante ese pérfido truhán arrebatacorazones. A través de la seducción, una forma sutil de persuadir donde la mentira se instala como primer elemento de comunicación, el seductor engaña a cientos de mujeres, víctimas de su carpe diem particular. Cordelia no tiene más remedio que entregar su alma y reconocer que el paso de tamaño ladrón de sentimientos por su vida le ha supuesto contemplar ésta desde la tortura espiritual que le hace entregar sus llaves a alguien tan alejado de la moral cristiana. El trilero, por su parte, sigue ganando adeptas para su causa. Seduce y seduce con el único afán de incrementar la clientela persuadida. Sin reparos éticos, ni ataduras espirituales. Sólo el goce estético, el estadio de la inmadurez.

La obra fue escrita en homenaje a la novela decimonónica de amores y desengaños, espejo de la oscura realidad social de su época. Casi dos siglos después, triunfa en España otro seductor nato, un nada atribulado encantador de serpientes que utiliza su peculiar retórica para diseñar constructos de bella estampa y fatal desenlace. Un Dorian Gray venido a menos, que dice a todo interlocutor lo que quiere oír para luego traicionarlo, que nunca asume responsabilidades, pues rehuye tamaña carga moral, y que sólo vive y disfruta por el goce estético consustancial a su cargo, que le confiere un poder a todas luces ilógico. Este falsificador de conciencias habita hodierno en un moderno palacio en la zona oeste de Madrid, al que llegó aclamado y elegido por una plebe seducida de tanto fulgor facial. Un tipo sin escrúpulos, para el que “donde dije digo, digo Diego” y “el todo vale” se convierten en axiomas de vida permanente. Sin ataduras religiosas, morales ni éticas, reduce toda su actividad al mero goce estético, haciendo de la fachada la parte decente de una casa ruinosa.

Este bienpagado Don Juan se llama Pedro, pero aquí lo conocemos como Sánchez, el profeta trilero que a todos engaña y manipula, trasquila y somete, especialmente a Cordelia, vestida de España, que hoy llora bajo sus faldas las triquiñuelas del peligroso seductor, ilusionista de tres al cuarto, que hace del envoltorio sin contenido su cambalache engañabobos, ora sonrisa impostada, ora buenismo encubierto. La dulce melodía que vende Sánchez anestesia a una parte de la ciudadanía, encantada de oler el perfume barato fabricado con esencia de mentiras. Quien acabe presa de su inagotable encanto, perderá toda libertad e independencia. Ya sucede. Él se erige en dueño de nuestro futuro, arquitecto de nuestro camino, presidente de una comunidad fantasma que vota siempre después de aspirar los efluvios de la retórica envenenada, nunca antes. Pertenece a una élite de peligrosos farsantes. Los que erigen una sociedad sin perspectivas, sin responsabilidades ni principios, sin compromisos e ideas, cómplices de una dictadura moral e inquisidora que rehuye todo componente ético o religioso. De ahí que Sánchez, como seductor falaz, amante del trágala e introductor del relativismo moral que hoy impera entre las mentes de los jóvenes españoles cual virus inoculado a golpe de semántica peligrosa, constituya un peligro para la nación que preside y para toda coyunda democrática. Forma parte de una especie creciente por su incompetencia, preparada sólo para construir los cimientos de la degeneración social. Es un cancelador avant la lettre, un inquisidor del sentido común. Primero miente, luego remata.

Sánchez ya sólo contempla en su castillo de bótox cómo se van acumulando cadáveres de insensatos y adocenados, palmeros sin remedio, que quedan atrapados por su colosal manipulación. Cuentan que Napoleón admiraba a Maquiavelo de tal forma que superó con creces al autor del El príncipe. Imitó de aquel las tentaciones totalitarias emanadas de una triunfante revolución. Ambos compartían la misma visión de Estado, donde empuñar el látigo del poder se justificaba como escondite de su rostro liberticida. “El éxito justificaba todas las causas”, decía el gran general corso. Como Kierkegaard años después, priorizaba el estadio estético sobre toda vida ética y espiritual. Con su retórica, envenenó de imperialismo media Europa, esclava de conciencias revolucionarias. Hoy, vivimos en el orwelliano 1984. Hace cuatro inviernos, Sánchez se vistió de falso corso para tomar otro palacio. Desde entonces, habita en su taller de superchería, con el único fin de perpetuar su estatus laboral: el de falsificador de conciencias. Es ahora cuando Cordelia, España, llora su desgracia por el hombre que le arrebató su alma a golpe de seducción, mientras susurra por las esquinas mediáticas que las causas (y causitas) justifican cualquier éxito.

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