¿Era Carrero Blanco un reformista? ¿Un aperturista?
Puede parecer o una provocación o un desatino político, pero vamos con la presente historia. Luis Carrero Blanco que, según las pérfidas lenguas marineras llegó a almirante de la Flota Española sin haber pisado en su vida un barco, fue asesinado el 20 de diciembre de 1973. En eso coinciden todos los escolares de ahora mismo, esos a los que PISA adjetiva prácticamente de analfabetos, pero lo que nunca conocerán, porque no figura en libro alguno de nuestra historia más reciente, es que unas fechas más tarde del atentado, en la semana venidera, el vicepresidente del Gobierno, al que había nombrado personalmente Carrero, hablamos de Torcuato Fernández Miranda, iba a llevar al Consejo de Ministros la siguiente propuesta literal: «Proyecto de Democratización Restringida de Reforma». Como se lee.
Según testimonios posteriores de los colaboradores de Carrero, este texto era «primordialmente parecido» al que luego presentó con toda solemnidad el sucesor en la Presidencia, Carlos Arias Navarro, el denominado «Espíritu del 12 de febrero». Este último documento tibiamente «aperturista», como entonces se le calificaba, fue redactado casi en su totalidad por dos políticos luego de UCD: el ponente de la Constitución de 1978, Gabriel Cisneros, y el que fue ministro de Educación, entonces director general del Instituto de Estudios Políticos, Juan Antonio Ortega Díaz Ambrona.
Obviamente, Carrero y su vicepresidente, el profesor Fernández Miranda (entonces se escribían los apellidos sin guión) no pudieron someter al Gobierno el texto anticipado: Carrero fue asesinado por ETA. En opinión de los que por entonces supieron de la literalidad del texto, éste inscribía la posibilidad de las asociaciones políticas, siempre y cuando estuvieran «dentro del Movimiento». O sea, la misma permisividad e idéntica cautela a la que recogía la proposición de Arias.
El proyecto pasó por varias manos pero, aún sin conocerse, sufrió de la enemiga de varios miembros del Consejo. Contaba con el placet del ministro del Opus Dei, el de Exteriores, el muy eficaz López Rodó, pero estaban sentados en la mesa de El Pardo (lugar donde se celebraba la reunión) individuos como el peculiar responsable de Educación, un tal Julio Rodríguez Martínez, que había sido nombrado por error confundido con el profesor Sánchez Agesta. Este tipo es el que se negó a saludar al cardenal Tarancón en el besamanos posterior al funeral de Carrero y el mismo que se presentó en la Guardia Civil para alistarse en la nueva Guerra Civil contra los «rojos».
Aún con este personal en el Gobierno, Carrero había aceptado llevar el proyecto para darle su visto bueno en el Consejo. ¿Significa esto que Carrero era un reformista similar a los políticos azules de la Transición como el propio Fernando Suárez, que fue quien, a la postre, defendió en las Cortes del harakiri franquista, la Ley posterior que fue aprobada entonces tan a regañadientes? Despacio. Si nos creemos la versión que López Rodó ofreció de la entrevista entre Kissinger y Carrero un día antes del asesinato, el presidente español no se presentó ante el secretario de Estado yanqui como un «reformista»; antes bien, se ajustó como un tornillo a los Principios del Movimiento pero, ante la insistencia de su interlocutor en la necesidad de que España no continuara separada de los países democráticos de Occidente, dejó para el recuerdo del transcriptor esta perla cultivada: «Aquí, en España, nuestra próxima historia pasa por el príncipe de España». Es decir por Don Juan Carlos de Borbón. López Rodó era un gran promotor del cambio que pretendía el príncipe. Lo cuenta muy específicamente el propio López Rodó en su La Larga Marcha hacia la Monarquía.
Carrero era estrictamente un militar, y como tal tenía la obediencia como bandera de su andadura vital y profesional. Por eso, en la tesitura de responder a la disyuntiva entre cambio y reforma, o dimisión, Carrero, de haber seguido vivo, se hubiera inclinado por esta segunda posibilidad, o hacer lo que se le ordenara. Hasta ahora la fotografía que se ha realizado del almirante es la de un personaje adusto e intransigente, fuertemente atado a las exigencias que entonces planteaba el llamado búnker, anclado, desde luego, en el falangismo más arcaico. Pero no. Los miembros del conglomerado, en el que también habitaban carlistas irredentos y católicos a lo Lefebre, odiaban literalmente al presidente porque había apostado sin reparo ni miramiento alguno por Don Juan Carlos, en detrimento de Alfonso de Borbón, casado a la sazón, y por poco tiempo, con la nietísima de Su Excelencia.
Tanto se ha especulado con la autoría intelectual y aún material del asesinato de Carrero que, en la búsqueda de asesinos ajenos a ETA, también estos resistentes del búnker han aparecido en las quinielas. No hay quien mantenga seriamente esa hipótesis; las bombas todavía hoy quedan sin explotar por otras latitudes. Una vez, con ocasión de una entrevista a la hija del marino, Carmen Carrero Pichot, muy templada y segura me dijo en Televisión Española: «Nadie ha querido saber quien mató verdaderamente a mi padre». Me añadió: «Quien dice de él que era un ogro no le conoció ni por un minuto, era tan progre como podía serlo su ministro del Interior, que luego fue designado presidente por Franco». Y terminó así: «De haber vivido, mi padre hubiera hecho lo que le hubiera mandado el Rey».
Como todo el sumario de aquel magnicidio ha desaparecido misteriosamente, no podemos adivinar si en sus páginas se incluyó por alguna razón ese «Proyecto de democratización» que, de buena gana o no, iba a amplificar Carrero Blanco. La verdad sea dicha: en España y en todos estos cincuenta años no ha existido ni la menor gana ni la más mínima intención de investigar el atentado contra Carrero. La doctrina oficial ha coincidido con la de ETA: «Hemos sido nosotros». Argala, José Miguel Beñarán, uno de los asesinos luego ejecutado por el GAL, fue portavoz en la rueda de prensa que ETA concedió cerca de Burdeos el 27 de diciembre, siete días después del crimen, y a la pregunta de un esforzado y audaz periodista, «¿Han contado ustedes con alguna ayuda exterior?», Argala respondió: «No vais a creer que tenemos amigos en el imperialismo yanqui». «¿Qué te ha parecido eso?», pregunté a mi vez a un corresponsal extranjero presente en la comparecencia de los etarras. Me dijo: «Si yo tuviera mala leche diría eso de Excusatio non petita, accusatio manifesta». Enigmáticamente.