Dónde y qué comen los ricos

Mi amigo Amadeo es un químico jubilado exquisito con el que suelo coincidir desayunando al que le gusta que la merluza sepa a merluza. Con esto quiero decir que está absolutamente en contra de los restaurantes tres estrellas Michelin que, en su opinión, desde luego equivocada, enmascaran los sabores naturales de las materias primas de siempre con la ingeniería gastronómica del momento. Esas que usan como pretexto para cobrarte un ojo de la cara. Por más que le digo que una hoja silvestre de la huerta que Subijana tiene en el monte Igueldo de San Sebastián, debidamente torturada en su restaurante Akelarre, puede saber más a ostra que una de las de Arcade no le cabe en la cabeza. Él dice con gracia que todo eso es un mariposeo y no entiende que en esos grandes templos de la cultura no se pueda tomar una sencilla y modesta sopa de ajo. Tengo mucho cariño a Amadeo, pero es obvio que no le podré persuadir jamás, y que nunca entenderá aventuras como las de DiverXO.
El día después de que el gran Dabiz Muñoz decidió subir el precio del menú de 260 euros a 365 euros ya no había mesa disponible para el próximo mes. Esto confirma mi tesis de que este señor no es que tenga la intención -o quizá sí, pero en cualquier caso es irrelevante- de elevar el salario de sus empleados, sino que simplemente ha intuido con acierto que puede seguir llenando su restaurante subiendo impúdicamente el ticket porque, como diría un castizo, hay gente para todo.
Ahora bien, ¿qué clase de personas va a esta clase de comedores para acabar pagando una cuenta prohibitiva? Esto daría para una tesis doctoral, pero tengo la impresión de que los que acuden a estas catedrales de la gastronomía no son precisamente los ricos. Yo las he visitado en varias ocasiones y no tengo un duro. ¿Por qué? Por curiosidad, por delectación, por consumar un capricho, por agradar con una sorpresa a mis hijos. Cada vez que he ido a uno de estos restaurantes y me he detenido a observar al resto de los comensales, me he llevado la impresión de que tenían la cuenta corriente igual de exigua que la mía, pero que ese día habían decidido tirar la casa por la ventana.
No. Los ricos de verdad, bien por herencia, bien como resultado de su inteligencia, su pundonor y el acierto en su actividad profesional o en los negocios que han emprendido no suelen ir a estos sitios en los que sus mujeres estarían encantadas, pero a las que convencen de que comparecer allí no sería de buen gusto. Los ricos de verdad van de toda la vida a Horcher en Madrid, a O Pazo, a Sacha, antes a Zalacaín o al añorado Jokey, lugares todos ellos memorables, y ahora al Filandón, si es que no merodean por la lista exuberante de buenos comedores que pueblan la calle Jorge Juan de la capital, y otras en las que otros cocineros pujantes han establecido sus reales, o recalan en sitios donde además de comer bien se va a ver y a ser visto como es el caso del Ten con Ten, o si se trata de Barcelona, la burguesía se acerca al excepcional Vía Véneto.
Pero esto los ricos lo hacen muy de vez en cuando, porque si han llegado a atesorar capital ha sido no sólo principalmente por sus méritos profesionales y capacidad prodigiosa, sino por el culto a la frugalidad. Gastan lo imprescindible, y si se trata de elegir, escogen siempre lo más sabroso al tiempo que menos punitivo para el bolsillo, es decir, lo más eficiente en términos gastro económicos. De esto doy fe porque tengo la suerte de contar con muchos amigos con patrimonios encomiables. Pues bien, si uno de ellos te invita a almorzar en una marisquería ya sabes que no probarás clase alguna de marisco, sino algo modesto para compartir y luego, eso sí, un gran pescado. Esos mariscos soberbios del Cantábrico que pueblan las vitrinas de estos lugares están para ser admirados y para que les dé pasaporte alguien que está haciendo carrera y que atraviesa una racha de suerte, o para alguna cuadrilla del sur de Madrid que se acerca a comprobar cómo viven los del Norte, igual que los que van al Txistu.
Cuando coincido para almorzar con algunos amigos con notables posibilidades monetarias en grandes clubes o sitios de postín la carta se desecha en favor del menú del día, pero no un menú del día como los de los restaurantes tres estrellas michelín, sino otro, el clásico, muy escueto, decente y satisfactorio que no llega a los treinta euros por cabeza. Los platos quedan tiritando, porque otra de las costumbres de estos señores inefables es que comen como si no hubiera un mañana. Así demuestran su noble educación espartana, porque yo, que soy ajeno a la élite, siempre suelo dejar alguna sobra que observan con estupor.
Naturalmente, todo el mundo paga a escote y los vicios corren por cuenta individual. Con esto quiero decir que los ricos han adquirido esta condición porque son eminentemente frugales, prudentes y comedidos en cada una de las fases de su vida cotidiana y desde luego a la hora de almorzar. Por eso me parece improbable encontrarlos en DiverXO o en lugares equivalentes por muy laureados que estén. Los ricos buscan sitios recogidos, abrigados, donde coincide la gente bien de toda la vida, y eminentemente baratos. Yo he visitado algunas veces estos clubes fabulosos y exclusivos que tiene Madrid como son La Gran Peña, el Casino o el Nuevo Club de la calle Cedaceros, y aunque tienes que llevar corbata, como mandan los cánones, y observar más que nunca las reglas de la buena educación, se come un menú del día mondo y lirondo sin aspavientos a un precio muy asequible.
En resumen, los ricos los son porque tienen una enorme preocupación por el dinero, por el futuro del patrimonio y por la acumulación de capital, que me parece una preocupación irreprochable que alcanza también al almuerzo diario en compañía, que debe tener un cierto aire benedictino. Mi consejo a la hora del almuerzo es siempre ir invitado, si la circunstancia lo permite, pero, de poder elegir, hay mejores alternativas que los amigos pudientes, a los que adoro y tengo en una consideración difícil de superar porque son deliciosamente morigerados.