Los del 36
No es fácil vivir en el odio. Requiere de una constancia doliente levantarse por la mañanas con el propósito de violentar a otro sólo porque piensa diferente. Los prejuicios, la envidia, el rencor, son ingredientes de un cocktail perfecto de revancha política en el que la izquierda encontró hace tiempo su forma de vivir sin odiarse a sí misma: odiar a los demás sale más a cuenta en un país donde Guernica es un monumento al desastre y Cabra una oda al olvido.
Los Kirchner de Moncloa y su séquito de socios políticos y mediáticos, parlamentarios y senadores, juntaletras y escribas a sueldo, tertulianos de papel rancio que pululan por medios públicos rezumando bilis, pertenecen al selecto club del 36: una tropa bien pagada a la que le repugna Franco tanto que lo mencionan más de tres veces al día mirándose al espejo, como Sánchez. Periodistas que, a sueldo de su ideología (neutral, claro), se dedican a explicar a la cansada ciudadanía que no vivió la guerra lo importante que es exhumar a tipos a los que casi nadie conoce y a ninguno importa, salvo a quienes quieren tranquilizar su cuota diaria de odio. El relato empieza por decir que hay pobreza energética cuando gobierna la derecha y termina profanando santuarios justo cuando la pobreza energética desborda a la izquierda. Son amanuenses cobardes y serviles, palmeros de cámara y colchón, que no conocieron a Gramsci ni han leído a Laclau, pero entienden el poder de una hegemonía cultural basada en la propaganda, la mentira y la división social.
Los del 36 pertenecen a un club de meritorios con carnet en el sindicato del club de fans del 34, año del golpe de Estado que permitió al socialismo español presentarse al mundo revolucionario con el trabuco en una mano y la internacional en la otra, cántico usado en cada mitin por la torturada garganta de su élite. Desde entonces, llevan propagando las bondades de una ideología que sólo conjuga el verbo mandar, sea por la vía que fuere, sin alterarse ni un ápice cuando retuercen la verdad histórica, esa que ahora cambian con el cómplice silencio de los damnificados.
Zapatero, el amigo fiel de los dictadores criollos, sabía lo que hacía cuando desenterró lo que la Transición había sepultado: no eran los muertos de España, sino los odios nacionales, semilla que siempre germina en conflicto, lo que interesaba a la causa siniestra. A Genovés, la izquierda le hizo un Picasso; a la verdad, pura y constante guillotina.
Cierto día, que no sabemos cuál porque pudieron ser todos los del último siglo, el PSOE se cansó de que le recordásemos su historia y se dedicó desde entonces a cambiarla mediante leyes retroactivas. Si el pasado molesta, lo borro. Si la historia común estorba, la reescribo. Y así creamos nuevos ciudadanos acríticos y una educación forjada en la ingenuidad de que la izquierda es buena de nacimiento y que sólo la maldad de la derecha impide alcanzar el progreso. A los pobres no se les da trabajo, sino subvención perpetua. A la clase trabajadora no se le deja ascender socialmente, pero se le somete a la infinita perversión de que su situación personal es consecuencia de una decisión política y económica de la derecha. Y así se crean falsarios axiomas como el de que «no hay más tonto que un obrero de derechas», cuando es la izquierda el principal dique de contención al progreso de los trabajadores. Y si no, miren de nuevo, sin leyes ni notarios políticos, a la historia. De manera autodidacta y sin comisarios ni censores de por medio.
Comprobarán que historia, y de la buena, la fetén, es aquella que nos enseña cómo el fundador del PSOE amenazó en 1910, y en tribuna parlamentaria, a Antonio Maura, líder conservador de la oposición. También es la que sentó a Largo Caballero, ilustre socialista conocido como el Lenin español, en la mesa del dictador Primo de Rivera, mientras la nación enfilaba el camino autocrático que estallaría años después en guerra fratricida. No deja de ser historia tampoco la que narra los acontecimientos de octubre del 34 en España, cuando la izquierda decide que ya está bien de que gobierne la derecha, y resuelve alzarse en armas, puños y proclamas, siempre revolucionarias, siempre en pro del pueblo y siempre por la democracia y la libertad, sofismas de eficacia secular. Y aunque la Transición ponderó el abrazo y el recuerdo libre frente a la zanja retornada, es, sin duda, historia -reciente, caliente y maloliente-, otorgar al PSOE los peores casos de corrupción de nuestra democracia.
La verdad es el recuerdo más leal de todos, pero no el más conveniente si quieres ejercer el poder a toda costa y para siempre. Y eso la izquierda actual, o sea la de siempre, lo ha entendido como nadie. Por eso han creado la Ley más totalitaria de todas, con objeto de que los alumnos aprendan una historia que no ocurrió y satisfacer así las ansias de revancha de unos iletrados dogmáticos. Es la primera ley a derogar por el próximo gobierno. Y combatir cada día las ansias revanchistas de los del 36, que no son los que ellos dicen, porque en verdad, son ellos. El pasado se estudia y del pasado se aprende. No se reescribe a gusto del consumidor ni por orden del ignorante. La memoria de verdad no necesita Guernicas que la pinten ni leyes que la adulteren.
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