¿Para cuándo Largo Caballero?

Largo Caballero
  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

No se trata, no, de exhumar sus restos que descansan tranquilamente en el Cementerio Civil de Madrid desde finales de los setenta. A nadie se le ocurriría tal majadería. Estamos en otra cosa. Delante del Ministerio de Trabajo en la capital de España (hoy ni sabemos cómo se llama, ni nos importa un comino su denominación sanchista) se alzan dos momumentos; no son efigies, son monumentos de elevada estatura. Los mandó construir el efímero ministro de la cosa, Manuel Jiménez de Parga, titular del departamento en el primer Gobierno democrático de Adolfo Suárez tras las primeras elecciones generales. Le encargaron el endoso a un escultor, José Noja, al parecer fuertemente influido por la majestuosidad hortera de las construcciones soviéticas, y así perpetró dos engendros en homenaje tanto a Largo Caballero como a su correligionario, y enemigo casi siempre, Indalecio Prieto. Se trató entonces, según palabras de su promotor, el bienintencionado socialdemócrata Jiménez de Parga, de «restañar las heridas de la Guerra Civil» pero, claro, no tuvo a bien, para cumplir con ese menester, colocar, más o menos cerca, al ministro básico de Trabajo en los tiempos de Franco: José Antonio Girón de Velasco.

Hoy los bodrios, que parecen un homenaje a las edificaciones de Sadam, hoy felizmente derribadas, continúan en su lugar de origen y a nadie se le ha venido a la mente, como se hizo con Franco a caballo muy en las proximidades, levantarlas del sitio y enviarlas a cualquier almacén a poder ser, por ejemplo, en la dura Meseta castellana. Desde luego que la asombrosa, analfabeta y sectaria Memoria Democrática del psicópata narcisista (lo describen así los especialistas) no incluyó en su momento en esta Ley, aplicada ya con la escrupulosidad de un entomólogo comunista, la iniciativa de aplicar dicha Memoria a unos y a otros, a rojos y nacionales, sólo a lo primeros que son, según la doctrina ya imperante, los que en realidad, y pese a todo lo dicho hasta ahora, quienes ganaron la guerra. Por tanto, mucho para Largo y cortedad de miras para los segundos.

En unas fechas, la revolución iconoclasta cumplirá otros dos destinos: sacar de los sepulcros donde se guardan sus restos a los generales Queipo de Llano y Moscardó, por franquistas, fascistas y probablemente asesinos de guerra. Del último se ocupó -¡fíjense cómo son las cosas¡- el propio Largo Caballero que, para apuntarse un tanto político ante los suyos que ya le detestaban (Prieto o el mismo Julian Besteiro) viajó de Madrid a Toledo, lo cual a la sazón era una odisea no exenta de peligro cierto, para dirigir personalmente la caída de El Alcázar, paradigma de la resistencia de los nacionales. Mal debió ver la situación Largo cuando se largó rápidamente sin más prosopopeya, porque entendió que, efectivamente, El Alcázar no se rendía. Ahora su sucesor en el PSOE, Pedro Sánchez, va a ofrecerle gusto póstumo extrayendo los escasos huesos que deben quedar de Moscardó.

Sánchez celebra este tipo de fastos con toda la propaganda oficial (o comprada) a su servicio, con el aplauso enfervorizado de las clementinas de su Gobierno y de toda la izquierda del país, que, entre el «sí es no» y las chabolas para todos, se okupa de estas revanchas con enorme ilusión. Sánchez es ahora socio de los residuales comunistas, como en su momento Largo Caballero quiso serlo del Partido Comunista de España, en el que mandaba un depravado sujeto, José Díaz, con el que negoció la fusión de los dos partidos. Se cumplimentó la de las Juventudes, pero éstas fueron rápidamente subsumidas por el partido más grueso de entonces, el Comunista. De su relación con Díaz y el comunismo universal nació el entusiasta juicio de los discípulos de José Stalin, el mayor criminal (muy por encima de Hitler) de la Historia reciente del mundo. En el Congreso de la Internacional, Largo fue aclamado interminablemente, tal y como acostumbran a ovacionar los comunistas, y apodado con el enternecedor alias del Lenin español, título que el susodicho llevó con gran honor durante algún tiempo… Hasta que notó que los comunistas se habían aprovechado de él y le traicionaban en cada esquina.

Y eso a pesar de que Largo Caballero hizo méritos para mejor consideración; sin ir más lejos, escribió al propio Stalin para que «acogiera» (literal) un largo lote de reservas de oro del Banco de España que pronto llegaron hasta Odesa. Largo además se carteó con el padrecito soviético y le rogó, en diferentes entregas, el envío de armas y otros cachivaches y también, claro, le pidió largamente, así era él, el nombramiento rápido de asesores para fomentar la victoria contra los fascistas. Bien es cierto que antes de ofrecer oro al congénere criminal, entregó otra buena parte, aproximadamente 200 toneladas, a Francia, oro y enseres, entre otros, los procedentes de la confiscación de muchas muestras de valor que fueron robadas del domicilio del que había sido presidente de la II República, don Niceto Alcalá Zamora, que se puso naturalmente como un basilisco y residenció en él, Largo Caballero, el protagonismo de la fechoría.

Ahora sus herederos, que tan bien cumplen con su legado, presentan al que fue incluso presidente del Gobierno, como un práctico pacifista que siempre quiso terminal heroicamente con la Guerra Civil. Falso de toda falsedad. Hay testimonios muy concretos que apuntan en la dirección contraria, sobre todo los que recoge el periódico socialista de referencia y mando de Largo que se  llamó Claridad. Así que Claridad por claridad. Esto escribía el referido panfleto: «Pretendemos una revolución con una guerra civil y máxima violencia» o esta otra perla cultivada como amenaza: «Estamos, porque queremos estarlo, en plena guerra civil», dicho eso antes del Levantamiento de Franco en julio de 1936. Otro de los mitos que se han construido sobre este siniestro personaje es, muy pegado a la propaganda descrita, el de haber sido amigo de sus amigos y colaborador fiel de todos los republicanos con los que tuvo que gobernar. Mentira otra vez. Otro testimonio: el periodista del PSOE, Julián Zugazagoitia, proclamó: «Azaña le tiene más miedo a Largo Caballero que a los militares».

Los recuerdos hemerográficos pueden ser interminables; afectan a este oscuro burócrata (Azaña le tildaba de eso) que ni siquiera fue bondadoso con los suyos, ¿o es que nadie en el PSOE actual quiere recordar cómo los fanáticos de Prieto tuvieron que salir por piernas de un mitin en Écija porque los chicos de Largo les estaban tiroteando? Ya se ha insistido en estas fechas y por lo demás en un hecho incontrovertible: es literalmente mentira que, como el mismo Largo escribió después de perder la Guerra Civil, el Consejo de Ministros no pudiera debatir la revocación de la pena de muerte a Primo de Rivera porque la sentencia llegó cuando ésta ya estaba cumplida. Largo fue el artífice y su fiscal de confianza, un tipo siniestro de apellido Entrega, su promotor en un juicio sin garantía alguna. Por cierto que, huido a Puerto Rico, el fiscal se dedicó a dar clases de no se sabe qué, lo que sí se sabe es que un día sus estudiantes, hartos de su sectarismo, le mandaron al otro barrio arrojándole por la ventana. Final previsible para un asesino. ¿Y de Largo Caballero qué? ¿Cuándo hablamos?

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