Cuando éramos libres y prósperos
Ayer volvió a darse un nuevo paso más en el camino de la coerción de nuestras libertades con la adopción de un nuevo estado de alarma, para el que, si bien se impone para quince días, el Gobierno ha comunicado que quiere tramitar una única prórroga en el Congreso nada más ni nada menos que por otros seis meses adicionales a la primera quincena ya establecida, hasta el nueve de mayo.
Una vez más, Sánchez se desdice a él mismo y alude a los consejos de los técnicos en la materia para decretar un nuevo límite a nuestra libertad, esta vez en forma de toque de queda, sin que sepamos, realmente, si existe ese grupo de técnicos y, de existir, quiénes son y si sus consejos son escuchados y tenidos en cuenta. Si no nos encierra del todo es porque hasta él mismo tiene miedo de que la economía se introduzca en una depresión sin solución, no, posiblemente, por falta de ganas, porque el encierro conduce al miedo; el miedo, al pánico; y con el pánico se consigue más fácilmente la aceptación y la docilidad, que va en la línea de la adhesión inquebrantable que pide el Gobierno a todo el mundo, cuando sólo ofrece fracasadas políticas.
No es de recibo que quien proclamó que el virus se había quedado atrás diga ahora, por el mismo virus, que necesita medio año instalado en una excepcionalidad que sobrepasa ya cualquier medida razonable, con un toque de queda, llámelo él como lo llame, y con más incertidumbre para la actividad económica.
Mientras Sánchez decreta el nuevo estado de alarma, la economía sigue desmoronándose. Cada comparecencia política se acompaña de medidas de restricción, cada vez más duras, que son, en cada ocasión, más invasivas de nuestra libertad y más perjudiciales para nuestra economía. Cuando el político de turno toma esas decisiones de restringir la actividad, en muchas ocasiones no piensa que el escribir esa frase en el boletín envía a muchas miles de familia al paro. Siguen sin decir la verdad y sin aceptar que es imposible no contagiarse. Por ello, siendo totalmente prudentes y adoptado todas las medidas de precaución, hay que volver a la total normalidad, con medidas de protección y prudencia, desde luego, pero a la normalidad sin adjetivos, porque, si no, como vengo diciendo, la crisis económico va a ser un drama social mayor que el del virus. Es una enfermedad más, contagiosa, sí, pero contra la que hay que luchar con prudencia y determinación. Si nos rendimos, si nos encerramos como en el medievo, si no somos conscientes de que es peor este remedio que la enfermedad, entonces la sociedad perecerá como sociedad próspera y libre.
Los ciudadanos ya no saben a qué atenerse. No sirve de nada la comprensión que les pide Sánchez. Los españoles ya han tenido toda la comprensión del mundo y se han comportado, en términos prácticamente generales, de manera ejemplar, aguantando estoicamente un encierro de cien días, un paternalismo posterior permanente, normas cambiantes y hasta el tener que oír de labios de Sánchez que el empeoramiento se debe a que nos hemos relajado un poco en verano. La responsabilidad no es de los ciudadanos, sino de las autoridades, que son quienes tienen que diseñar formas de actuación óptimas y quienes tienen la obligación de afrontar la situación, entre otras, establecer sanciones para quien incumpla las normas.
¿De qué va a servir meternos, de nuevo, en esta montaña rusa de cierre-repertura-cierre? ¿De qué ha servido tener el encierro más duro de la UE? Sanitariamente, de nada, pues se ha contado con los peores registros. Sólo ha servido para hundir la economía. ¿No será mejor controlar y perseguir al que cometa actos imprudentes y ser ágiles en los test y diagnósticos, que restringir? Si las restricciones fuesen la solución, en España habría quedado erradicada la enfermedad y estamos en el extremo contrario.
Si seguimos por este camino durante mucho más tiempo -y seis meses es muchísimo- la hostelería y el turismo van a quedar arruinados, arrasados por completo. Entre las restricciones, el miedo que se deriva de las mismas y el empobrecimiento de la población, los restaurantes, cafeterías y bares no pueden más: salas vacías esperando comensales, locales cerrados soñando con la reapertura y muchos otros que ya no reabrirán nunca. Asimismo, la llamada del Gobierno a que los ciudadanos no salgan de casa hunde más a la hostelería y al comercio: parece que ven este sector sólo por el lado lúdico o festivo de los consumidores, pero para los oferentes constituye su trabajo. En algún momento, alguien debería pedirles responsabilidades a las administraciones por el grave problema que están generando, especialmente al Gobierno de la nación, que impone medidas que cualquier empresario nunca habría adoptado.
Con este panorama, cada vez vamos a contar con menos libertad y con menos dinero. Siendo muy preocupante la situación actual, lo horrible es que muchas de sus consecuencias pueden quedarse en el futuro pasa siempre: la economía puede tardar más de un lustro en recuperarse, y en cuanto a la libertad, no sería de extrañar que alguna de nuestras libertades no se recuperasen nunca, especialmente esas pequeñas libertades cotidianas que son básicas en una sociedad.
De esta manera, vamos a recordar de forma recurrente que no siempre fue así, que antes de marzo éramos normales, teníamos una economía desacelerada, pero potente, y que podíamos hacer lo que nos pareciese, dentro del marco de la ley. En definitiva, puede que tras este esperpento podamos decir, pensando en el pasado, al narrar alguna historia: “cuando éramos libres y prósperos. Si eso sucede, nuestra sociedad, tal y como la conocemos, habrá sucumbido, y estremece pensar qué la habrá sustituido.
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