Las crónicas de Tabarnia

Las crónicas de Tabarnia

El nacionalismo es un fenómeno político que se peina con raya torcida. Acostumbrado a inventar sentimientos nacidos de la resaca de agravios procreados, se siente incómodo cuando se mira al espejo. Un Narciso maldito incapaz de someter sus defectos presuntuosos a la luz de la verdad. De tanto contemplar absorto la supuesta belleza de su impudicia, ha acabado arrojándose a las aguas de la sinrazón. Solo que, en la fuente de la historia, no emergerá ninguna flor en su honor. Porque el nacionalismo arrasa con todo aquello que pisa, que conquista, que seduce. El Aníbal posmoderno que hemos dejado entre todos crecer, ahora se revela esencialmente tragicómico.

Porque también los presumidos tienen su Némesis, y al catalán le ha salido el grano que cura su vanidad en una plataforma llamada Tabarnia, que pide la separación de la Cataluña subvencionada y rural que oprime la prosperidad de Barcelona y Tarragona, feudos donde el independentismo ha sido derrotado. Huir del fugitivo como remedio al despropósito me parece la mejor receta para retratar la maldad intrínseca del separata. Tabarnia es la nueva Asturias, desde la que saldrán los pelayos que reconquistaran la decencia que un día se perdió en el Majestic, la noche de los cristales rotos del aznarismo.

Pero en Tabarnia existe otro tipo de habitante cuya convivencia será interesante analizar en los próximos meses. La del votante del PP y el votante de Ciudadanos. El primero, durante años, se sentía representante del imperio que ejercía de resistencia frente a las acometidas de los rebeldes indepes. Una resistencia que con los años ha ido menguando, por ese absurdo y miserable abandono que sus representantes en Cataluña, por orden de Madrid, han ido ejecutando con calculada indiferencia. El tabernés del PP ya no es chic, ahora lo es el tabernés de Ciudadanos, quien ha capitalizado la nueva resistencia frente al monstruo nacionalista. Pasar de pepero a ciudadano no debe ser fácil cuando sabes que el crecimiento de uno depende de la anorexia del otro. La presión a la que se sometía al portador de la gaviota en Cataluña cambia de destinatario y ahora, ser naranja es, para muchos seguidores de la tesis de Goebbels y Münzenberg, un sinónimo del judío años veinte al que hay que exterminar.

Pero entre ellos no habrá —no debe haberlo— un déficit de convivencia como puede existir en otros lugares donde no hay un enemigo común. Aunque se empeñe Albiol. Porque ser víctimas de un mismo demonio une y eso lo saben en Cataluña naranjas y azules, catalanes con sangre limpia de impureza sectaria, cansados de la tabarra suprema del Narciso, el gran vanidoso que acabará ahogado en su propio reflejo por aquello que tanto teme: la proyección de sus defectos. Será como mirarse al espejo la noche que sientes que vas a ligar como nadie y te das cuenta del grano que te ha salido en la frente. Y claro, te fastidia. Y dudas. Y pataleas de rabia. Y ni tu mejor camisa atenúa los ojos que mirarán sin compasión ese grano. Tabarnia es algo más que una plataforma, es el grano que no podrán reventar los perversos independentistas que todo lo odian. Y lo saben. No hay más que ver y leer sus reacciones. Tabarnia como metáfora de convivencia, como vacuna efectiva del procés. De nuevo la sociedad civil imponiéndose al perverso dictamen del político que todo lo toca, y casi todo destruye.

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