Las Cortes de Babel
Hubo un tiempo en el que sentirse español en España era como las neveras playeras que las abuelas y madres llevaban a las vacaciones familiares: algo normal y asumido, que nadie discutía ni preguntaba por qué. Estaban ahí y formaban parte de nosotros. Y punto. Ahora se asiste a una manifestación de peruanos por la Gran Vía de Madrid conmemorando el día que su patria se independizó de España, y todos contentos. Las fotos del turista que llega a la capital y ve a un peruano que decidió vivir aquí, huyendo seguramente de la situación política y/o económica de su país, celebrar con alborozo no ser más español, es digna de chanza y mofa. Pensarán en las antiguas colonias que si los propios españoles sepultan su legado y despojan su raíz común, porque prefieren enfrentarse en lenguas minoritarias antes que entenderse en la lengua que hablan más de quinientos millones de personas, ellos no van a ser menos para celebrar su propia desafección de la madre patria.
Que Sánchez y Armengol decidan convertir el Parlamento en las Cortes de Babel es lo de menos. Esputa Cercas en el Pravda gubernamental que, quienes afirmamos lo absurdo que supone que dos españoles que hablan español interpongan un muro lingüístico entre ellos por su odio a la nación que les da de comer, lo hacemos como resultado de una torpe e irrefrenable mentalidad nacionalista. Entiende el columnista que reivindicar la koiné, lo que nos une, es de nacionalistas (españoles, se entiende), pero mercadear con lo que nos separa es, sin embargo, de un progresismo imbatible. Cuando, sin leer a Viroli, se confunde nacionalismo con patriotismo y lo segundo te parece facha y lo primero progreso, entras en el selecto club de bobos solemnes. Todo retroceso en la historia tuvo siempre a caudillos que lo abanderaron y a plumillas dispuestos a escribir la justificación. Se espera algún día de quienes protegen sin ambages el chantaje de los socios de Sánchez sobre las lenguas cooficiales, una defensa no menos digna del derecho de los castellanoparlantes allí donde son conculcados, que es precisamente, donde gobierna el nacionalismo deslenguado.
Hablar una lengua es un ejercicio de comunicación que define un acto sencillo asociado a la evolución. El lenguaje, como forma de construir el mundo y asentarse en él, es sin embargo un proceso cognitivo más complejo que exige un esfuerzo de escucha, interpretación y entendimiento por parte de emisor y receptor. Lo que busca el nacionalismo centrífugo asociado a Sánchez no es un reconocimiento de sus lenguas, tan españolas como sus territorios, sino la imposición de un nuevo lenguaje que permita asentar una renovada mitología en la opinión pública: que asumamos, como algo normal y natural, que en la casa de la soberanía nacional se hablen treinta lenguas, un estadio que obedecerá, no a una España federal, que de facto ya actúa, sino a una España cantonal, el sueño de la burguesía catalana y vasca que desde hace más de un siglo llevan azotando de forma rentable los destinos de la periferia a base de victimismo y mitos.
Lo que los nacionalistas quieren Pinker lo define como instintivo, aunque no deja de ser un proceso de estructuración comunicativa dentro de la que se articulan reglas y normas para poder ser identificados como miembros permanentes de la tribu. Porque tribalizar la nación de propietarios y balcanizar la España de ciudadanos siempre ha sido la aspiración de los independentistas, que sólo abandonan su cuota de racismo y supremacismo a fin de mes, cuando entre ellos hablan en la misma lengua que entiende su nómina bien acolchada de opresión estatal.
Los sediciosos, que parlamentan y cobran puntualmente de los españoles, pretenden impedir a los demás ejercer el derecho que ellos exigen tener en exclusividad. Que se autorice el uso de lenguas regionales, cuyo origen, salvo el euskera, proviene del uso particular que del latín hicieron ciertos territorios tras la desmembración de los reinos cristianos que puso fin a la etapa de dominio musulmán en la península, no es polémico, ni causa ampollas a los que sí creemos y defendemos que dichas lenguas deberían formar parte del sistema educativo español. No deben usarse porque es anticonstitucional. Porque es de lógica absurda asumir un gasto evitable cuando cada día cierran empresas y miles de familias no llegan a fin de mes y porque a nadie en Europa interesa lo que la turba xenófoba y aldeana hable en la intimidad. Lo demás, ruido y más ruido. A la izquierda siempre le conviene la tensión, en lenguaje zetapé.
Todo esto, en suma, no importa a quienes incumplen la Constitución todos los días, así como las sentencias de los tribunales. Para eso puso Sánchez a Conde Pumpido al frente del Tribunal Constitucional, como en su día eligió a Delgado como Fiscal General del Estado. Para que todo fuera legal, justo y constitucional, aunque nada de lo que hacen el PSOE y sus socios lo sea. No exageramos cuando se afirma que el estado de Derecho y la democracia están pasando a mejor vida en la España que replica con precisión los acontecimientos que hace un siglo pervirtieron el periodo de mayor estabilidad y paz social de nuestra historia.