Carne y libertad

Carne y libertad

Apurando el régimen setentero, sentenciado a muerte desde dentro según moda del actual populismo, me decido por el placer de la carne. Reacción contra esa mojigatería de nuevo púlpito que ha encontrado en la pandemia su oportunidad puritana. En cada neoprogre se esconde un censor. No pido ostras, champán y un cigarro, siguiendo el común criterio de quienes van a ser ejecutados, aunque tampoco estaría mal. Sugiero, en cambio, una chuleta. El propietario del mesón me mira y, cerrando un poco los ojillos cual espíritu salaz, pronuncia la palabra “buey” sin esperar respuesta, innecesaria en tal caso. Basta un ligero asentimiento con la cabeza para poner en marcha la civilización. Instantes después, lo veo cruzar la sala sosteniendo un entero lomo entre las manos, hasta recostarlo sobre un gran pedazo de madera custodiado por una hilera de refulgentes cuchillos.

Una televisión ambienta a los parroquianos con la deletérea carraca, mezcla inmunda de medias verdades, amarillismo, griterío y ejemplaridad. Esta es la feliz tarea encomendada a los mass media en pro del aturdimiento general. La cosa más graciosa es que lo llaman “información”. Y su complemento ilustrado sería la Wikipedia, donde uno puede alcanzar la alta cultura con artículos bodrios de gramática insostenible. Bien, culminada la borrachera populista, las masas, tan ofendidas como obedientes al poder (pobres criaturas), se creen armadas para decidir todo destino. Alguien, desde las alturas, ha procurado en la última década una lluvia ideológica, fina, constante, y estos nuevos protagonistas de la Historia creen serlo, cuando en realidad son mera y necesaria comparsa de oscuros intereses. Si queman una iglesia en Chile o se arrodillan ante un smartphone no hacen sino reproducir aquella categoría consustancial del títere, ridícula servidumbre.

“Un quilo y cien”, informa el mesonero mientras descorcha una botella de la Rioja alavesa. El corte ya descansa sobre las brasas, evocador del suave sacrificio que es la vida, alimentarse de otros vivos, elevar al altar del agradecimiento su mejor muerte, carne sobre carne. Pero incluso dicho código natural está siendo refutado, monstruosidad del régimen antiguo, claman los animalistas, románticos ignorantes de su propia animalidad. Así, aquí y allá, en el plato, en las palabras o en el sexo, la revolución halla su emotividad y arrojo. Observando el caso español, ejemplar en la universal deriva populista (ya fuimos ensayo del último conflicto mundial con nuestra guerra civil), nuestro beau Sánchez es fruto fresco de esa actualidad inculta y soberbia. Y, como el anterior edificio franquista demolido por sus hijos -algunos de ellos intachables falangistas-, nuestra democracia imperfecta camina cabizbaja hacia el cadalso conducida por quienes habitan palacios y engordan el BOE. Ya la soga ha sido dispuesta para abrazar, prontamente, aquella pompa y circunstancia constitucional, monárquica, demodé, hasta ahogarla. Yo, que no soy Tomás Moro pero tengo ajustados mis intereses a unos cuantos principios, como el de la carne escarlata, derivo el placer a la chuleta, recién llegada a la mesa, brillante, dulce, libérrimo vestigio. Cuiden y defiendan, apreciados lectores, esa dieta tolerante, abierta, recia cultura. Nos va la libertad.

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