Armengol comanda las fuerzas de la Virtud y el Porvenir
Aunque uno peine alguna que otra cana y, en consecuencia, su capacidad de asombro ante lo que acontece en la vida política sea cada vez menor, no deja de causarme perplejidad el buen concepto que de sí misma sigue teniendo la izquierda. Siempre y en todo lugar. El pasado martes seguí el debate organizado por Diario de Mallorca y Fibwi televisión con los líderes de los siete partidos que actualmente cuentan con representación parlamentaria en Mallorca: Josep Melià, Lluís Apesteguia, Antònia Jover, Francina Armengol, Marga Prohens, Patricia Guasp y Jorge Campos.
Como decía al principio, hay cosas que no cambian. Cambiarán las ideas, las propuestas, el discurso, las ideologías, nada de lo que ahora defienden algunas de las autodenominadas «fuerzas de progreso» (Armengol dixit) se parecerá a lo que defendían hace 15 años. Sin embargo, una cosa permanece inalterable. La consideración de sí mismos de pertenecer al lado bueno de la Historia, de la Virtud, del Porvenir. La izquierda se percibe a sí misma como la flecha de lanza de la humanidad, el mascarón de proa del que se sirve la humanidad para destruir las murallas de la convención, la tradición, la moda o la costumbre catalogadas de «viejas» y «anticuadas» si sus próceres así lo deciden. «La derecha -asegura una sobrada Armengol- apela a recetas de 20 años que ya están superadas».
La vanguardia está ya en otra cosa y la derecha, atrasada y nada actualizada en los signos de los tiempos, siempre llega tarde y nunca se acaba de enterar de su propio retraso. La derecha es el pasado al que se aferra con encomio, pero no lo hace por idealismo sino por los inconfesables intereses de clase que pretende, siempre egoísta, conservar contra el imparable avance de las fuerzas del destino.
A tenor de lo visto en el debate, las «fuerzas de progreso» apenas tienen otra propuesta que ofrecer a los baleares que no sea la satanización de la derecha. Marga Prohens no tiene escapatoria. Si bien el sambenito de «fascista», «negacionista» y «extremista» se cuelga últimamente en el pecho y la espalda de Vox (tras haber pasado del PP a Cs y después de Cs a Vox), nunca las fuerzas de la Virtud y el Porvenir le perdonarán al PP su impúdica intención de plantearse pactar con el «partido del odio». Y es que, trabajar no trabajan, gestionar no gestionan, pero en lo que es etiquetar y señalar son unos verdaderos maestros.
Las «fuerzas de progreso» no conciben la democracia como un foro de debate donde impera el pluralismo político que confronta ideas disímiles y contrapuestas. Un foro trucado, por cierto, en el que no sólo imponen las reglas del juego sino también aquellas ideas sobre las que se puede o no debatir. Apelar al diálogo tiene sentido cuando los contrincantes están en desacuerdo, no cuando todos dicen y piensan lo mismo, a modo de aquellas entrañables tertulias moderadas por Cristina Ros en Tot 4 en las que invitaba a periodistas de la misma cuerda como Picornell, Bujosa, Frontera o Joan Riera, El Púnico. El único diálogo que conciben nuestras «fuerzas de progreso» es el diálogo versallesco que sólo atiende a matices y acentos, nunca a lo verdaderamente nuclear. Apesteguia, Jover y Armengol están de acuerdo en todo y a nadie se le escapa que la socialista se presenta a las elecciones sabiendo que también es la líder de Més y Podemos. Ni más ni menos.
Esta arrogancia que no conoce atisbo de humildad invita todavía más a la perplejidad porque contrasta con su calamitosa gestión. Y en el penoso desempeño de las competencias de las que son responsables. Si se observa el estado actual de la educación (convertida en una esclava que sirve a múltiples señores, como el de «refugio climático», como espetó la podemita Jover en el debate), la sanidad, las carreteras, las infraestructuras públicas o la vivienda por mentar la última de sus obsesiones (a sabiendas de que la socialista Catalina Cladera era la gerente del IBAVI cuando lo quebró tras la ruinosa compra de miles de metros cuadrados de suelo rústico en Campos para hacer viviendas de protección oficial), es lícito albergar dudas razonables de si la autonomía política de la que gozamos es sinónimo de un éxito campanudo, como nuestra partitocracia trompetea sin cesar. Y no es por falta de recursos, precisamente, por mucho que Pep Melià (el PI) aún se atreva a repetir las mismas falsedades en relación a una supuesta infrafinanciación balear de la que se han desmarcado incluso las plataformas creadas a tal efecto bajo el cobijo de las fuerzas progresistas.
Dudas razonables pero que de atreverse alguien a ponerlas sobre la mesa es ipso facto estigmatizado de «extremista» o adscrito al «partido del odio». Sólo un ejemplo entre cientos. En un universo donde quien defiende la libertad de los padres a elegir la educación, el colegio y la lengua en los que quiere que sean escolarizados sus hijos -derechos, todos ellos, amparados por la Constitución Española- es tachado de «extremista» por quienes imponen con saña el tipo de educación (chantajeando a los colegios concertados con los conciertos educativos), la lengua (contra cualquier criterio pedagógico, perjudicando sobre todo a las clases humildes a las que dicen representar y negándose incluso al 25% en la lengua más hablada de Baleares: el español) o el centro escolar significa, no le den más vueltas, que el reino de los fariseos, en el sentido bíblico del término, ha triunfado. Definitivamente.
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