¡Aguantad, policías, aguantad!
“Aguantad. Aguantad. ¡Aguantad!” Y aguantamos, en formación, bajo el sol, uniformados, con 12 kilos extra de equipación —pantalones reforzados, protecciones articulares, botas, chalecos antitrauma, guantes, cascos, defensas, escudos— descansando implacables sobre nuestros cuerpos. Durante horas. Inmóviles. De 17.00 de la tarde a 01.00 de la madrugada cuando, por fin, llegó orden de disolver. Delegación de Gobierno había anunciado que la concentración sólo estaba autorizada hasta las 21:00. No comprendo qué hace que un grupo de ciudadanos desafíen sin pudor las normas. Ni qué mueve a un político a dilatar hasta cuatro horas una intervención cuando de actuar en el momento adecuado se evitarían muchos inconvenientes. Es fácil opinar desde un despacho y a mí no me corresponde cuestionar ciertas cosas, ni hacer preguntas. Me limito a cumplir órdenes, con entrega y lealtad. Así lo hago. Así debe ser.
Recuerdo con claridad el día. Se consintió la concentración sin poner ningún impedimento más que ciertos límites físicos en torno al Parlamento —vallas de protección, distancias de seguridad…— por razones obvias. Nuestra presencia era necesaria y la decisión de actuar ajustada a derecho. Siempre. También lo fue el 1 de octubre. Y lo será el próximo 21 de diciembre, si procede. Aún así, somos el objetivo inmediato, la presa fácil de quienes invitados a irse de donde no pueden estar, verbalmente y sin acritud, deciden desafiarnos, insultarnos, escupirnos y empujarnos para hacer parecer lo que no somos. Resulta tan complicado, y desagradable, hacer bien mi trabajo entre provocaciones, desprecios y rodeado de reporteros gráficos disparando decenas de flashes en busca de la imagen comprometida que, si se produce, lo hace tras horas de tensión, espera y acción eterna. Eso no cuenta. Frustrante. La verdad hace tiempo que no interesa.
Tumbado en silencio en este catre que intento hacer mi cama, miro al techo que cierra cuatro paredes. El espacio es extraño, aséptico, cáustico. Quizás eso, quizás el balanceo del barco atracado en puerto, me evoca recuerdos nítidos y pensamientos sinceros. La policía es imprescindible. Ojalá no. Ojalá un mundo sin violencia. No es el caso. Quienes sabemos lo que cuesta garantizar la libertad y la seguridad, viendo sin ser vistos, querríamos que lo entendieran. Basta viajar por algunos países africanos y latinoamericanos para entender lo horrible que es vivir donde no se puede salir a la calle cuando cae la noche, donde hay lugares en que ni las fuerzas de seguridad públicas se atreven a entrar para cumplir su misión, mientras los ciudadanos quedan indefensos ante la violencia normalizada. Los españoles son unos privilegiados. Cuentan con nosotros para protegerlos y defender sus derechos. Los escudos humanos del Estado en la calle. Los últimos garantes de la democracia. Los mejores antidisturbios de Europa. Pensarán que está mal que yo lo diga. Es cierto, con toda la humildad y el respeto, pero sin falsa modestia. Prevenimos, no atacamos. No somos justicieros represivos sino guardianes de la seguridad. Incluso, la de quienes nos rechazan y nos lanzan piedras, botellas, vallas o mobiliario urbano. Si cualquiera de ellos hubiese nacido en Siria, Corea del Norte o en la España de hace más de 40 años, en vez de “aguantar”, la policía les habría molido a palos sin mediar palabra.
Me agobia este camarote. Me recuerda el poco aire que nos llega bajo la protección traslúcida del casco que se empaña de vaho con la respiración acelerada de la acción. Y que nos acusen de agresiones sexuales y desproporción. ¿Se imaginan lo que es estar rodeado de gente y avanzar en una selva de extremidades y el peso de cuerpos muertos entrelazados? ¿De verdad creen que con la concentración y rapidez que exige nuestro trabajo, tenemos la intención de ir tocando lo que no debemos cuando dispersamos? No lanzamos botes de humo ni gases lacrimógenos como otros cuerpos de élite europeos, no hacemos cargas descontroladas, no usamos las defensas por encima de la línea de los hombros, ni lanzamos pelotas de goma al cuerpo de forma indiscriminada. Nuestras actuaciones son progresivas, la respuesta a un ataque. Y la “resistencia pasiva” lo es. El desacato a la autoridad, también. La próxima vez que en noticias o prensa vean una imagen desafortunada, reflexionen. No disparen sin preguntar. Recuerden que tenemos el monopolio de la fuerza pero la aplicamos con exquisita proporcionalidad. El nivel e intensidad de la misma no los definimos nosotros sino la actitud y hostilidad de quienes tenemos enfrente.