49 años sin (o con) Franco
Fancisco Franco Bahamonde (El Ferrol 4-XII-1982) no se murió el 20 de noviembre de 1975 a las 5:25 horas de ese día sino, exactamente, seis horas antes, el 19 a las 21:25 horas. Durante años se han manipulado estos datos porque esas seis horas se necesitaron para poner en marcha la Operación Lucero, una estrategia de cobertura política «de Estado», decía el general Gavilanes, ayudante de Franco, para cumplir con las órdenes del difunto militar: «Dejar todo atado y bien atado». En 1980, el médico personal del jefe del Estado, Vicente Pozuelo Escudero, terminó por confesarnos a los dos periodistas que le ayudamos a escribir Los últimos 476 días de FRANCO, con mayúsculas el apellido, la realidad de la muerte, pero a continuación nos dijo: «Después de un lustro, lo único importante es que se murió». Con gran pena lo dijo.
Se murió de todas las complicaciones posibles, pero básicamente de una peritonitis causante de un shock que fue complicando su lenta agonía durante parte de octubre y, desde luego, noviembre. Curiosamente, algunos de los muchos médicos que intentaron el milagro de revitalizar el machacado organismo de Franco durante todo ese tiempo exigieron obviar del correspondiente certificado de defunción la peritonitis, origen de todos los males, y se suscitó una discusión muy dura. Al final, se «impuso la verdad clínica», doctor Pozuelo dixit.
Este endocrinólogo, que había sustituido a otro Vicente de apellido Gil, presidente de la Federación Española de Boxeo (el marqués de Villaverde y él acabaron a puñetazos) se pasó la semana postrera de la vida del llamado caudillo rogando a sus colegas que «¡basta ya!», que se dejaran de más y mayores maniobras, que todo estaba perdido.
Pozuelo lo explicaba así: «Hasta aquí hemos llegado; a partir de aquí, la Providencia». Le hicieron poco caso; el mismo día de la muerte realizaron al enfermo una diálisis peritoneal adosada a la administración de Dopamina, lo que le valía para tener la tensión controlada, pero pronto los cardiólogos, fundamentalmente el doctor Vital Aza, informaron a los demás especialistas, una legión en la que no faltaban ni un dentista y lo que es más chusco, un callista, que ya no había nada que hacer.
Luis Carandell escribió con gracia que el podólogo estaba justificado porque Franco siempre había tenido gran aprecio «por sus pequeños pies». Franco se murió con un espectacular electroencefalograma plano y cianótico, un color azulado propio de una piel a la que ya no llega la sangre.
Franco se murió y durante casi treinta años casi todos los españoles, excepto algunos nostálgicos, nos quisimos olvidar de él. La Transición, su furia reconciliatoria, tuvo la culpa de ello. Pero en 2004 llegó (entre bombas y mentiras) Zapatero y resucitó la memoria del dictador. Antes se había ocupado también de regenerar para la historia la figura de otro militar, su abuelo, el capitán Lozano, al que exhibió como víctima de la represión franquista.
Mentira: Lozano, efectivamente, fue fusilado por los nacionales que se anticiparon a los rojos porque éstos le perseguían con igual fricción. Lozano era agente doble y unos u otros se lo hubieran despachado. El libro La gran revancha lo dejó zanjado, pero Zapatero siguió con la monserga: Franco era su hombre, a él fio toda la oposición a las «derechas» para asentarse en la Presidencia e intentar -como entonces aseguraba la vicepresidenta Fernández de la Vega, hija de franquista, por cierto- que las citadas «derechas» nunca más volvieran al poder.
Zapatero terminó humillando su Presidencia, pero cedió su herencia a un pseudodoctor mentiroso en Economía, que insistió en culpar a Franco de todas las desgracias que han acaecido en España desde Chindasvinto, rey visigodo, hasta la fecha. Exhumó los huesecillos de Franco (al morir apenas pesaba treinta kilos), dictó, como ha dictado, una Memoria Histórica sectaria y oprobiosa en la que eficaces ministros del general -como López Rodó o López Bravo- aparecen como unos asesinos más crueles que los más sanguinarios de ETA, los que están saliendo estos días de la cárcel, gracias a la ventura del fuguista Sánchez.
En la acometida de malignización de Franco destacan sobre todo los hijos de los padres a los que Franco amó tanto; se comportan exactamente con la virulenta furia de los conversos, el pequeño Bolaños es una buena muestra de ello. Los (casi) cuarenta años de Franco no son para estos iconoclastas más que cuatro decenios de crimen que no encierran ni una sola iniciativa salvable. Ni la universalización del Seguro Obligatorio de Enfermedad o el plan de pantanos que regó las tierras más áridas de España, son para estos analfabetos realizaciones auténticas del régimen franquista, no hay nada en él que pueda reconocerse como bueno.
Y, ¿qué está ocurriendo? Pues que muchos españoles de cuarenta años para arriba que habían arrumbado la figura ecuestre del caudillo, ahora están empezando a reconocerle. Lo hacen naturalmente por lo bajini, porque si no es así son inmediatamente tildados de fascistas.
Lo diré con total claridad: entre Franco y Sánchez ese conglomerado de españoles citados se queda con el primero. Forman parte de una población que tiene muy escaso aprecio por las libertades -las que negó Franco- y sí por otras circunstancias vitales, como la seguridad y el orden que con los socialistas han saltado por los aires. Se sienten agredidos en sus creencias más íntimas y suelen aderezar sus quejas con un antiquísimo «con Franco vivíamos mejor».
Es todo un síntoma asentado, por ejemplo, sobre este paradigma: Franco colonizó por decreto todas las instituciones del Estado; Sánchez ha hecho lo mismo y, encima, afirmando que lo hace por nuestro bien. O, sea, por el suyo. Es verdad: entonces no se votaba, pero el gentío se pregunta ahora: «Y para qué vale ahora votar contra Sánchez si sigue en el poder a rebufo de sus pésimos resultados electorales y de su amplísima corrupción?». Se pueden calificar de pedestres tales apreciaciones, pero la verdad es que están en las mesas camillas de multitud de españoles, muchos de los cuales hicieron todo lo posible por tragarse los marrones de la Transición.
Va para 50 años de la muerte del dictador y lo peor que se puede decir es que los socialistas le han puesto de moda. Son sus exégetas. 49 años sin Franco, pero con más Franco que nunca. Ésta es la situación. Como exclamaría un devoto de aquel tiempo, mostrando la inauguración de varios bloques de viviendas: ¡Gran realización del régimen! Ahora, el régimen sanchista proclama: ¡Ribera, un ejemplo para el mundo! Con dos…