Arturo Pérez-Reverte: «Soy un lector que accidentalmente escribe historias»

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Más allá de la entrevista…

Arturo Pérez-Reverte, académico de la RAE desde 2003 con la letra «T», es un maestro de la literatura, elegante y exquisito en su prosa. Con un mundo literario propio. Orgullo patrio en grado superlativo. Visitar sus predios es entrar en templos literarios. Talento desbordado, mirada poliédrica, de esas que escrutinan y destripan; que todo lo atrapan. Tramas repletas de finos detalles, sutiles, que se tejen con una perfección casi matemática. Sus personajes ahondan en reflexiones humanas acerca de valores, límites, dudas y retos; también en la soledad, los arrepentimientos y las nostalgias.

Emociones e historias entre protagonistas ficticios y territorios reales. Conquista con la genialidad de su pluma, con sentimientos anudados, con almas que zigzaguean entre lo bueno y lo malo, esquivando el maniqueismo vital propio de guerras (maniqueísmo derrumbado por caritativos que asesinan y asesinos que ayudan, como él mismo describe recordando sus años de corresponsal de guerra). Recuerdo verle y admirarle. Todavía lo hago (imposible no hacerlo. Y más, si lo tiene usted enfrente, con esa humildad que lo hace tan grande. Como ejemplo basta el titular de esta entrevista: «Soy un lector que accidentalmente escribe historias». Ahí lo tiene, universalmente reconocido (como si fuera nada).

Como fuere, el lector percibe los numerosos vínculos entre su escritura y las vivencias en las guerras fruto de veintiún años de profesión, retransmitiendo el horror de civiles y militares; de culpables e inocentes. Algo de esas vivencias en angostos barrancos, trincheras, ciudades derrumbadas y vidas sin alma, se mastica en gran parte en sus novelas. También de la valentía.

Galdosiano excelso aplicando aquel lema de «imagen de la vida es la novela». Él siempre lo hace, explicándonos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando. En ocasiones, también lo ha hecho con sus cicatrices. Lo vemos, por ejemplo, en Territorio comanche –un codo a codo con su cámara y camarada, Jose Luis Márquez, a quien le dedicó la novela–, y en El pintor de batallas cuando un antiguo fotógrafo de guerra reinventado como pintor describe desgarradoramente «la maraña de líneas rectas y curvas, la trama ajedrezada sobre la que se articulaban los resortes de la vida y la muerte, el caos y sus formas, la guerra como estructura, como esqueleto descarnado, evidente, de la gigantesca paradoja cósmica».

Buceos emotivos. Viajes a lo que se quedó. A las ilusiones, valores y principios que se desvanecieron; a las almas podridas o a los militares (como el fusilero al que le desgarran la carótida en Tempestades de acero. Uno de tantos miles). Segundos en los que lo que está en juego es la vida; en los que el capricho puede atravesarte dando igual honores y ganas, realidad de la que toma conciencia su Frederic (“El Húsar”, 1986), contrapuesto al primer Jünger que defendía que no importaba morir en batalla, sino hacerlo con aristocracia.

Y en esa maraña de emociones y acciones que conforman los conflictos (porque qué es la vida, sino conflictos) los personajes sienten y viven, deciden, resuelven. Narraciones sinceras, sin edulcorantes.

Pérez-Reverte habla con la misma lucidez que escribe. Claro, contundente; con el peso de quien es cultura, estudia y analiza; sin opiniones al azar. Con la seguridad de quien sabe que es escuchado. Sus palabras retumban. La suya es la mirada de quien conoce la historia. Sin sesgos. Realidades maceradas.

Como él mismo dice en la entrevista, «la literatura te permite interpretar el mundo mejor». Sin duda, gracias a su mundo revertiano, a sus personajes aguerridos de luces y sombras, inmersos en historias que agarran, muchas almas caminan acompañadas, a salvo de mediocridades, maniqueísmos y frivolidades, y consiguen entender el mundo mejor (incluso adelantarse un poco a él).

Los ecos de su torrente literario, traducido a más de cuarenta idiomas, resuenan en todo el mundo con más de veinte millones de lectores que leen una y otra vez sus obras, y ansían la siguiente. Casi todas han sido llevadas al cine (casi seguro recuerde usted a Johny Deep en la Novena puerta, adaptación hecha por Polansky de El Club Dumas). Novelas de seso, de esas en las que uno tiene que ser meticuloso y estar atento, con diálogos sagaces, sin revoluciones ni irreales saltos mortales mientras se disparan metralletas. Con amores complejos, de esos de recuerdos perennes, que persisten pese a las traiciones y a las huidas sin adiós, como el de Max y Mecha en El tango de la Guardia Vieja. Una novela con sabor a finales de los años veinte que baila entre ellos, los treinta y los sesenta, con una historia de espionaje. Imborrable. De esas novelas que se quedan con el lector para siempre.

Cualquier género es fértil en él. Lo muestra con su última novela, El problema final (titulada así como guiño a uno de los mejores relatos cortos de Sir Conan Doyle), una novela policial que es un lúcido problema intelectual; un ingenioso reto a la inteligencia entre el autor y el lector que se cuece a fuego lento con pistas falsas y notas macabras; un viaje al mundo del detective de Baker Street en el que maneja con maestría el misterio «de habitación cerrada».

Ambientada en 1960, en la isla de Utakos, en Grecia, con 9 personajes encerrados en el único hotel local a causa de un temporal que inevitablemente recuerdan a la novela policiaca Diez negritos, de la escritora británica Agatha Christie. De entre los nueve revertíanos, una inglesa alegre aparece muerta. Es Basil, una estrella de cine apagada cuyo rostro es conocido por interpretar a Sherlock Holmes, el encargado de investigar, detalle a detalle, cada una de las pesquisas que puedan conducir al asesino a un ambiente que sumerge en el cine clásico. Una novela en la que cada pormenor está tan milimétricamente ensamblado que, aunque las pistas no falten, el lector no consigue descubrir las manos ejecutoras hasta que no lo hace Basil y, cuando lo hace (recordando los recursos de sherlock Holmes) el lector queda fascinado ante un puzzle revuelto cuyas piezas encajan una a una con una deliciosa perfección hasta dibujar la mirada y la silueta asesina. Parece sonar de fondo el Adagio en sol menor de Albinoni con su melodía sublime a cuerda y su órgano; lento pero rítmico, al compás de Basil, acompañando el fin que no se presagia.

Terminado este juego de pistas, este paso a paso, como en las historias de antes (en realidad, todas sus obras son así, con mil acontecimientos que se enhebran y entrampan, personajes y tramas a lo Conde de MonteCristo, mujeres extraordinariamente fuertes como la Elena de El Italiano o la absolutamente Milady de Winter, Adela de Otero de El maestro de esgrima), invade la necesidad de releer esas primeras hojas y pillar todas esas sutilezas que han dejado claro al lector que, de ser Sherlock Holmes, habría sido despedido.

En esta entrevista descubrimos cómo tejió el entramado de El problema final, pero también conocemos al Reverte autor, su big bang como escritor, sus inspiraciones, el origen de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, sus dudas, sus certezas, los valores por los que pelearía e, incluso, qué personaje le daría a Pedro Sánchez.

Disfruten de este ser de, como diría Cortázar, «armonioso trazado». Y, sin duda, excelente literato de las letras universales.

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