El novato Alonso saldrá en la segunda línea de las 500 Millas de Indianápolis
Encontró velocidad donde, quizá, no la había. Rozó los muros como una mano en el cine, apretó el acelerador con la fuerza de un boxeador, y, cuando se bajó del coche, apareció una ovación en el muro. Arriba, en la clasificación, su nombre y el número 1. Fernando Alonso era la pole, momentánea, cuando faltaban otros 6 por salir. Una media de 372,241 kilómetros por hora. Nada mal para un novato.
Pero faltaban los gallos, especialistas en esto de dar giros por el óvalo como el que se enciende un cigarro. Dixon voló, en un alarde de superioridad insólita. Una belleza verle ganar velocidad en cada giro. Y su chica, que lo sabía, saltaba de alegría. Alexander Rossi, campeón en 2016, tampoco anduvo lejos, segundo, cerquita de él. Takuma Sato, jugando con los muros, tercero. Y Alonso ya era 4º.
Antes, Oriol Serviá había colocado su monoplaza en el duodécimo: estará ahí, en carrera, peleando por cosas grandes. Sólo faltaba Ed Carpenter, dos veces poleman en Indianápolis. Arrancó fuerte, pero fue perdiendo velocidad en sus tres giros posteriores. Segundo. No se le escapó a Dixon, ni a Fernando Alonso el quinto puesto… aunque, por lo menos, ya vio su nombre en lo más alto.
Él, que tanto ha visitado esa quinta plaza los sábados en Fórmula 1, tenía que repetir la misma posición en un deporte desconocido para él. Se acercó a tierra inhóspita, asomándose, viendo el podio, oliendo la victoria desde la lejanía, a una semana de distancia. Los aplausos que recibió en su muro no son casualidad: impresiona, y mucho. La lógica nunca acompaña al nombre del asturiano.
Es la amenaza del padre a sus hijos por un mal estudiantil: se están confiando y viene el castigo del novato. Fernando Alonso está aquí, ha salido de las alcantarillas híbridas de la Fórmula 1 para hacer un milagro. Una gesta de tan sólo un mes de práctica. Un tiburón que huele la sangre a victoria… y ahí nunca ha dejado de ser letal.