Aquellos Tours
Referirse al mes de julio es hacerlo inevitablemente al Tour de Francia. La mayor carrera ciclista une cada año al que dio nombre al mes y que tan estrecho vínculo biográfico tuvo con las tierras galas. Julio César conquistó la Galia y se convirtió en emperador de Roma, el mayor imperio del mundo conocido. Quien gana el Tour de Francia se convierte en emperador del planeta ciclista.
El amarillo del maillot se refleja en el dorado de las cúpulas parisinas ante el paso triunfal del pelotón por los Campos Elíseos. Son imágenes icónicas, que por muy repetidas que puedan ser, siempre son nuevas. París es la gloria. No existe mejor ciudad para fundir historia, orgullo, belleza, elegancia, prestigio. Quien llega a París de amarillo pasa a la posteridad de por vida. Se convierte en uno de los reyes del ciclismo. No existe parangón con otro deporte. Respeto y admiración de propios y extraños. El marco donde se celebra la coronación ciclista resalta todavía más la pompa alcanzada.
París y sus Campos Elíseos representan el sueño de todo niño ciclista que se embarca en la aventura de ganarse la vida dando a los pedales. No es descriptible la emoción que debe sentir un corredor en tamaña situación. Es posible que los protagonistas valoren la experiencia en su justa medida, una vez han pasado los años. Están tan absortos en la carrera, en los objetivos del equipo, tan cansados después de más de veinte días interminables, que solo desean que finalicen todos aquellos fastos para disfrutar de un merecido y más que justo descanso.
Los prodigiosos años 80
Desde su creación en 1903, el Tour ha generado admiración. Su ADN más conceptual está identificado con el sacrificio y la superación, valores que realzan la épica que acompaña siempre al ciclismo.
Normalmente, el Tour de Francia se descubre llegadas las primeras semanas de las vacaciones escolares, en la preadolescencia. Las tardes de calor y ventilador, imposibles para cualquier otra actividad que no sea el descanso de los mayores, tenían escasa oferta de entretenimiento para los más jóvenes de la casa. En la era predigital sólo había dos cadenas de televisión y la Grande Boucle pasaba por ambas.
Ahora que hemos podido recordar a Jose María García en el documental Supergarcía, rememoro que era habitual escuchar por las ondas lo que se presenciaba por la televisión. El canto de la narración de Javier Ares, acompañada por la dirección trepidante de García, convertía las hazañas de los Delgado, Hinault, Lemond, Chozas, Anselmo Fuerte, Lejarreta, y tantos otros, en verdaderas epopeyas. Contemplar el Tour por la televisión y escuchar las hazañas de los ciclistas por la radio engrandecía el espectáculo.
La inocencia ayudaba a la exaltación de aquellos hombres. Verlos sufrir, desfallecer, triunfar y resistir en aquellos puertos que eran en sí mismos una hipérbole de virtudes humanas llevadas a la extenuación, generaba una atmósfera híbrida de emoción y entusiasmo, limítrofe con la delgada línea que, en el ciclismo, separa el éxito del fracaso.
Nuestro estandarte nacional era experto en la gestión de este cúmulo de sensaciones. Delgado era la emoción. Su famoso despiste en la crono de Luxemburgo, las dudas que se vertían sobre él por parte de la prensa francesa, y sus geniales demarrajes antes sus rivales, completaban el personaje que cambio la historia del deporte español con su triunfo en 1988.
¿El mejor Tour de la historia?
Sin embargo, si hay un Tour que sobrepasó los límites de la imaginación fue el de 1989. Si el del 86 ― llamado a ser el sexto Tour de Hinault ― fue de novela por la gran rivalidad, traiciones y guerra civil entre las escuadras de Cyrille Guimard y La Vie Claire, del magnate Bernard Tapie, después de que el ”Tejón” rompiera su promesa con Lemond, su gran aliado en la victoria, el drama que se vivió en el último Tour de la década, en los Campos Elíseos, con el triunfo del americano sobre el parisino Laurent Fignon, superó cualquier inventiva.
Ocho segundos separaron el triunfo soñado de aquel repelente y genial ciclista francés, adornado con sus gafas redondas y doradas. Fignon encarnaba la esencia del amor por el Tour de Francia. Verlo roto, derrumbado, desfondado, totalmente lánguido por la fatiga, sobre el asfalto de los Campos Elíseos, instantes después de conocer que su anhelado tercer Tour se había evaporado ― aún con registros sobresalientes ―, marcó para siempre su vida. Nunca superó aquella derrota. La tragedia alcanzaba tintes propios de una Ilíada. Ganó Lemond pero, por una vez, del derrotado nadie se ha olvidado.
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