Víctor Ochoa: «Mis esculturas parten de poemas, los poetas te brindan universos que no existen fuera de ahí»
"La inteligencia artificial no sabe dudar. Y en el arte, la duda es fundamental"

Hoy, en El Foco, he querido conversar con uno de los pocos artistas vivos que aún se atreve con lo más difícil: representar al ser humano sin disfrazarlo de abstracción, sin reducirlo a trazo o alegoría, sin miedo a la anatomía ni al alma. Víctor Ochoa. Él encarna como pocos la osadía de convertir el bronce en carne palpitante, de hacer escultura el movimiento, de modelar una figura que no se ancle al suelo, que respire, que tenga músculo, alma, gesto. Su obra no quiere decorar ni complacer. Quiere —como él mismo dice— molestar lo justo, como lo hace una verdad incómoda o un poema que duele, para que el espectador se detenga, mire, sienta algo que no se puede decir con palabras. «No adapto la escultura al espacio. Pongo algo que obligue al entorno a cambiar».
Formado como arquitecto, en lugar de levantar edificios, decidió construir cuerpos. Primero, dibuja: «Hago dibujos, pueden ser con café, con un bolígrafo, con grafito. Allí donde esté, si tengo la idea en la cabeza, los trato de desarrollar. Lo que llamamos manchas». Después, utiliza un bastidor metálico como un esqueleto muy primitivo y, si ve que funciona, entonces desarrolla la escultura en lo que ya será el modelo definitivo.
Lo de ser escultor lo llevaba dentro, era un anhelo que le venía de la juventud con la ilusión de quien no concibe límites. Y con ese anhelo cincelándole el sentir y las entrañas, dejó los edificios. Su obra se ha desarrollado en torno al cuerpo. Al cuerpo humano. «Es el caparazón donde existimos. Cualquier pequeñísimo cambio puede inducir a una cosa absolutamente distinta», dice con una pasión que roza lo místico. Como Praxíteles en la Grecia clásica, como Donatello en Florencia, Ochoa entiende que el cuerpo humano es también un texto: se lee, se interpreta, se escucha. Cree en la anatomía como espejo del alma, pero cambia el mármol por bronce.
Sus obras son monumentales, concebidas para inspirar y crear mundos en grandes espacios. Habitan plazas, museos, parques y edificios. «La monumentalidad no nace del tamaño, nace de una inquietud de asombro, de que pueda potenciar ciertos valores de humanidad», dice Ochoa con serenidad, como quien pronuncia algo aprendido del mármol o del silencio. Y añade: «La escultura monumental es como construir una basílica con la piel de una sirena». Una imagen que recuerda a las metáforas de Victor Hugo o a los delirios visionarios de William Blake. Nos deja en ese mundo onírico, imaginando esa basílica suave de escamas.
Él ha moldeado torsos de trece metros, esculturas de 230, y ha trabajado con sus manos hasta dejar en ellas —literalmente— la huella del talento. Modela tensiones, como si cada gesto escondiera una sinfonía. «Materializo sueños, mis sueños. Lo que no materializo, para mí no existe», confiesa, y en esa frase cabe toda una poética. Para él, lo importante no es que una escultura se parezca a una persona —que sin duda lo hace—, sino que diga algo más: «Hay un momento en que empiezan a aparecer cosas que no están ni en el modelo, ni siquiera en tu intención. Como si abrieras un pozo hacia sensaciones ancestrales».
Frente a los artistas contemporáneos que tienden a la abstracción o a la disolución de la forma, él reivindica el oficio, la tradición, la figura. No siente que vaya contracorriente. Él no tiene corriente. Tiene su talento, su inspiración, su pasión. «¿Quién es capaz de hacer lo que yo hago? Yo. Pues vamos a fomentar ese aspecto», lanza con ironía lúcida.
Como un Fidias moderno, se sabe heredero de una estirpe casi extinguida: la del escultor que respira con el barro y sueña en proporciones. Presiento que se trata de una responsabilidad: mantener vivo un lenguaje que hoy pocos practican con honestidad. Habla de sus esculturas como quien habla de hijos, pero también como quien se ríe de sí mismo. «Muchas veces hago torsos sin cabeza porque el retrato me ha magullado mucho interiormente», nos confiesa ese terminar la obra, mirarla, y como Balzac, arrancarle una parte. Las manos, brazos enteros, piernas, torso. «La inteligencia artificial no va a esperar acabar una para luego cortarle los… Yo sí», dice con fuerza. Es la que tiene dentro. Torrente arrollador. Le brota.
Y todo, cada pieza, grande o descomunal, nace de un poema como un nuevo Ícaro. Nació de un poema de Blas de Otero: «Espléndidas caídas en picado / del bello avión aquel de carne y hueso». Poesía convertida en volumen, tragedia transformada en belleza. «Los poetas y los escritores son los que a través de la palabra, de comunicar a través de la palabra, te brindan universos que no existen fuera de ahí».
Le pregunto por este mundo digital, fugaz, hecho de likes y algoritmos. Se mantiene con su técnica clásica, pero abraza la tecnología. Víctor Ochoa se sienta a moldear con plastilina —antes estuvieron el barro y el fuego—. Endurece el rostro recordándolo, ha viajado a entonces, a cuando sus manos se bañaban en esa mezcla de tierra y agua. Materia. «He movido cientos de toneladas de barro. Lo que no he movido ya, no se puede mover». Se destrozó las manos, por eso pasó a la masa de plástico, vaselina y compuestos orgánicos, en colores. «La plastilina nació para liberar al escultor de la angustia del barro».
También construye con el iPad, es un artista de hoy. «Yo ya no esculpo con las manos. Les dejo los vestigios. Ahora esculpo con la imaginación». Para ello, trabaja con tecnologías de vanguardia —digitalización, impresión 3D, modelado virtual—, y sin perder nunca esa pulsión por «hacer visible lo invisible, aunque pese toneladas». «La inteligencia artificial quizá nos ayude, pero nunca sabrá lo que no queremos. Porque el artista trabaja desde la duda», dice con aplomo, evocando una sonrisa hablar de dudas con tanta seguridad. Es la convicción del artista de raza. Mientras otros buscan eficiencia, él sigue defendiendo la imperfección, el giro de último momento, ese dedo que, al pasar por el rostro de barro, cambia por completo su expresión.
Lamenta que en Asia y América las esculturas monumentales crezcan como hitos de poder o de devoción, mientras en Europa hemos renunciado a lo grande. «Parece que una escultura gigantesca viene respaldada por un personalismo que ya hemos desechado», dice, aunque él sigue soñando con levantar minotauros y centauros en plazas que aún no existen. Como si quisiera restaurar el sueño de Rodin en una época que ya no cree en dioses ni en mitos, pero que aún necesita símbolos que duren más que un clic. Como si su obra, como su pensamiento, se debatiera siempre entre lo clásico y lo inédito, entre la carne y el símbolo.
Yo le imagino presidiendo el estadio olímpico de Los Ángeles 2028, basta con contemplar sus obras, tótems contemporáneos, cuerpos que no están en reposo, ni siquiera cuando pesan toneladas.
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