La última certeza de Occidente

La última certeza de Occidente

La concesión del título de Real por parte de Su Majestad el Rey a la Academia de la Lengua Balear lleva camino de convertirse en la polémica lingüística del año. Es cierto que Vox ha cometido un grave error al comprometer la imagen del rey Felipe VI, al que ha puesto a los pies del séptimo de caballería catalanista. No es menos cierta, por otro lado, la exagerada sobreactuación del catalanismo que, como siempre, no hace otra cosa que lapidar a insultos al discrepante, caricaturizarlo, deshumanizarlo, apelar a los consabidos argumentos de autoridad para tratar a todo aquel que no se pliega a sus dictados como un inculto y un terraplanista y, finalmente, ahora que tienen la Ley a favor, invocar como togas humilladas un Estatuto balear que, hay que recordarlo de vez en cuando, rechazaron en 1983.

De no haberse politizado el tema, la concesión del título Real a la Academia no habría pasado de una mera anécdota, como lo son todos los títulos que concede sin levantar controversias de ningún tipo la Casa Real a clubes de fútbol, cofradías, hermandades o sociedades gastronómicas de toda España que así lo solicitan. Lo realmente fastuoso, con todo, ha sido la reacción furibunda y desproporcionada, como si la vida le fuera en ello, del movimiento catalanista, arrastrando a pronunciarse a la universidad, al Consell de Mallorca y a los plumillas catalanófilos de este lado del Mediterráneo que están desfilando estos días a mostrar a la vista de todo el mundo la única de las fes que debe quedar en Occidente, esto es, la fe en la sacratísima unidad de la lengua.

¿Tan amenazado se siente el consenso catalanista afianzado durante más de 40 años por el título honorífico graciosamente otorgado a la Academia de la Lengua Balear? ¿De verdad es tan débil el catalanismo de esta tierra para estar siempre tan a la defensiva cuando una asociación inocua roza levemente sus títulos de autoridad?

Esta sobreactuación, esta santa indignación propia de beatas injuriadas mientras tratan a todos los demás de ignorantes «acientíficos», esta innata capacidad por concatenar un insulto tras otro como hemos visto estos días en deplorables columnas de opinión, no por acostumbradas, dejan de llamarme la atención. Tras 40 años de fe triunfante en los que han logrado imponer sin contestación su modelo de catalán estándar escrito sin que a día de hoy los baleares alfabetizados conozcan otra forma de escribirlo, ¿hay alguien que tema por la normativa del Instituto de Estudios Catalanes actualmente en vigor que se enseña a todos los niños desde los tres años? ¿Hay alguien que crea que la ortografía, la gramática y el diccionario normativo alumbrados por el Instituto de Estudios Catalanes, instituto por cierto financiado por la Generalidad catalana y que deja toda nuestra autonomía lingüística en manos de las leales, sabias y nobles autoridades catalanas, están amenazados por una academia cuya existencia probablemente desconocían hasta hace apenas unas semanas? ¿Realmente cree alguien que la unidad de la lengua catalana corre peligro por la existencia de una lengua balear «reconocida» por Su Majestad? ¿A qué vienen tantos aspavientos, tanta histeria y tantos golpes de pecho?

Los poderes regionales zanjan el debate

La historia de la lengua catalana, llamémosla así, no es precisamente una historia pacífica y exenta de feroces controversias ortográficas, gramaticales y nominales. El catalán, un idioma relativamente tardío (1913) en su fijación (unificación normativa, elaboración de una lengua literaria y denominación unívoca), contó históricamente con varias academias en liza que coexistían y peleaban por extender su normativa a un mayor número de hablantes. Una competición no sólo filológica sino de connotaciones claramente políticas a la que, no por casualidad, los poderes autonómicos (Prat de la Riba, Eduardo Zaplana y Jerónimo Albertí) quisieron poner fin cuanto antes, demostrándose una vez más las irresistibles querencias modeladoras e interventoras de las incipientes administraciones regionales que, mientras clamaban contra la uniformidad de Madrid, aplacaban en su interior cualquier disidencia lingüística que no se sometiera a sus dictados unificadores y homogeneizadores. Convendría que el catalanismo isleño se lo tomara con más calma y se acostumbrara a convivir con otras apuestas filológicas distintas a las suyas. Mucho me temo que no va a ser así ya que su aspiración a la unanimidad y a la uniformidad nunca ha concebido otra alternativa distinta a la suya.

Efectivamente, las Normas ortográficas del Instituto de Estudios Catalanes (IEC, 1913) inventadas por el químico Pompeu Fabra, así como su Gramática (1918), coexistieron durante dos décadas con dos academias más en Cataluña que no reconocían las Normas fabrianas y que seguían sus propias reglas: la Academia de la Lengua Catalana y la Real Academia de las Buenas Letras, esta última con más linaje y tradición entre cuyos académicos se contaban auténticas glorias de las letras catalanas. La batalla entre los normistas (favorables al IEC y asociada a círculos progresistas) y los antinormistas (contrarios al IEC y asociada a los renaixenços y a los Juegos Florales, más conservadores) fue de época, prolongándose durante 20 años. Para zanjar la disputa el propio Prat de la Riba tuvo que salir a la arena para proclamar que las normas del IEC eran las verdaderas «normas nacionales», dando a entender que quien seguía las normas del IEC era un buen catalán y quien no las seguía un réprobo indigno del país.

La realidad que a menudo se impone es más contingente que racional o, si lo prefieren, científica-filológica, aunque algunos nos repitan lo contrario.
De Valencia podríamos dedicar varios artículos a las academias ajenas al poder político que florecieron mucho antes de que, en el famosísimo pacto del Majestic (1996), Jordi Pujol impusiera a Eduardo Zaplana, con la anuencia de José María Aznar, la creación ex novo de la Academia Valenciana de la Lengua con el único fin de reconocer la unidad idiomática y aproximar el valenciano al catalán del IEC, en detrimento de otras academias con más raigambre y alcurnia que incomodaban a Pujol porque no reconocían, ni reconocen, la unidad del idioma.

Otro tanto sucedía en Mallorca hasta los años ochenta antes de que el catalanismo político impusiera sus tesis gracias a la complicidad de este prócer autonómico que fue Jerónimo Albertí. Albertí creó una comisión de expertos con la misión de alumbrar el modelo de catalán a utilizar en Baleares. La comisión estaba formada por Aina Moll, Miquel Pueyo (después diputado catalán de ERC), Bernat Joan (ibicenco y eurodiputado de ERC) y Josep-Lluís Carod-Rovira. Los cuatro terminaron ocupando altos cargos en la Generalidad. Con la elección de estos expertos, la suerte estaba echada.

Laminada cualquier mención a lo balear

En cuanto al nombre del idioma, hasta principios de los 80 éste vacilaba entre el mallorquín-balear y el catalán, denominación que apoyaban las élites catalanistas que detestaban todo lo que oliera a balear o mallorquín. Tanto es así que, en su infinito autoodio hacia todo lo balear, nuestros catalanes de Mallorca no dudaron en oponerse al Consejo General Interinsular preautonómico presidido por Albertí, al Estatuto autonómico balear y a la propia universidad balear. Por supuesto, también rabiaban contra cualquier alusión a las modalidades insulares o baleares, este «pensamiento aberrante colectivo», en palabras de José María Llompart, modalidades cuya sola alusión amenazaba a sus ojos la unidad lingüística, el tótem de la autonomía al que luego se sumarían con fe de conversos los dirigentes de Alianza Popular y Partido Popular, avergonzados de sus votantes.

Por cierto, durante los debates del Estatuto balear y de la ley de normalización (1983) a los conservadores de Alianza Popular y a los centristas de la UCD, por mala conciencia después de traicionar a sus votantes, nunca dejaban de caerles de los labios las llamadas modalidades insulares. 40 años después ya sabemos en qué quedó toda aquella vana retórica de la «protección y estudio» de las modalidades. Quien ha protegido nuestras modalidades no han sido las ursulinas acojonadas del PP. Quien las ha protegido ha sido la resistencia pasiva del pueblo balear que se niega, incluso en los ámbitos de máxima formalidad, a hablar en un estándar en el que a duras penas se reconoce.

En el otro extremo del espectro político, la minoría catalanista entendía que las Baleares, como pensaba en su día otro prócer sobrevalorado como Gabriel Alomar, no tenían entidad suficiente y que, en consecuencia, estaban destinados a convertirse en un apéndice de Cataluña que debía anexionarse los territorios insulares como una parte más de los Países Catalanes. Baleares era «el archipiélago de los catalanes», que decía el ibicenco Bernat Joan. Al final, después de sucesivas derrotas electorales que pusieron de manifiesto su escaso respaldo social, el PSM suavizó sus maximalismos y optó por una vía más gradualista para la consecución de sus objetivos políticos, sin apartarse de luchar por la «plenitud nacional» que nunca concebiría fuera del marco de los llamados Países Catalanes.

Naturalmente, poco de eso saben prohombres de las letras catalanas como Prohens, Sagreras o Galmés, o aquellos que van por la vida dando lecciones pensando que saben toda la verdad sin saber de la misa la mitad. El racionalismo autosatisfecho, decía Whitehead, es una forma de ignorancia. Y de las peores porque no tiene cura.

Visto con la perspectiva que sólo otorgan las primeras canas y admitiendo sin más preámbulos que en lo que llevamos de democracia los catalanes son los que siempre han mandado en España, siendo poco menos que intocables, poca resistencia podíamos ofrecer los baleares para no ser laminados por la todopoderosa Cataluña y sus quintacolumnistas. Tal vez vaya siendo hora de resignarse a un destino que, 40 años atrás, tal vez ya era inexorable. No por cuestiones de ciencia filológica, ciertamente, sino por algo mucho más despiadado, determinante y convincente: el inmenso poder que han atesorado y siguen atesorando los catalanes en la España del 78 frente a los cuales poca resistencia podíamos ofrecer los baleares.

Fueron los más fanáticos y menos espabilados entre todos nosotros, los filólogos, los primeros que paradójicamente apostaron a caballo ganador. Las ursulinas acojonadas del PP balear hicieron el resto.

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