Toros bravos en La Cascajera
A principios del siglo pasado, una de las ramas más extensa de los Ybarra de Andalucía se reunía en la Hacienda La Cascajera, San José de Buenavista, ubicada en el extremo oriental del término de Coria del Río, una obra ejemplar de arquitectura agraria. Su portada principal, coronada con la «Y» de Ybarra, da paso a la edificación residencial en la que los descendientes de José María Ybarra Gómez-Rull y María del Carmen Ybarra Menchacatorre pasaron infinitas jornadas entrañables. En su fachada, destacan dos azulejos que recuerdan las visitas del rey Abdalá I de Jordania y de Franco, precisamente el «año de la victoria».
La capilla, el gran tentadero, los diversos patios, la almazara hidráulica o el pajar eran lugares de reunión y juegos. El matrimonio Ybarra Ybarra dedicó buena parte de su vida y de su patrimonio a mantener esta emblemática hacienda, de la que existen referencias desde al menos el siglo XVII, aunque el complejo edificatorio actual debe datar de fines del siglo XIX o primeras décadas del XX, probablemente con las transformaciones llevadas a cabo por esta familia. En Noticias de la Ganadería de Ybarra, de Eduardo Ybarra Hidalgo, aparece trascrita la vivencia que experimentó en 1894 el escritor René Bazin en su visita a este lugar.
Aquel francés la definió como un modelo elegante de casa de la campiña sevillana. Describió sus muchas habitaciones luminosas -desde las que se podían descubrir a lo lejos Sevilla y la llanura-, su gran comedor, carteles de corridas, diplomas de concursos agrícolas, abanicos abiertos representando escenas de toreo, dibujos a la acuarela de bonitas mujeres de Sevilla y una serie de grabados ingleses y cabezas de toros célebres de la ganadería de Ybarra. Recuerda que almorzaron «a la española, esto quiere decir bien fuerte y en el comedor; cuyas sillas llevan grabados sobre el espaldar la siguiente leyenda: Estoy al servicio de San José de Buena Vista». Después salieron rápidamente, pues los caballos ensillados les esperaban en el patio.
Merece la pena también detenerse en la descripción que hizo este escritor, al finalizar el siglo XIX, de los toros bravos que pertenecieron a esta estirpe: «El tipo es totalmente diferente al nuestro, más largo, más grande, más nervioso y, sobre todo, más fiero. Los españoles por encima de otro adjetivo lo llaman noble. No embiste jamás a un enemigo muerto y he visto, en efecto, toreros boca abajo esperar inmóviles, tendidos bajo las narices del toro que le husmeaba». Hacia los dos años de edad, los toros y las becerras sufrían la prueba de la bravura: la prueba que decidiría sobre su vida o muerte o, mejor dicho, sobre su tipo de muerte. Toda la Sevilla elegante acudía allí a presenciarlo. Se hacía en campo abierto. Vuelvo a reproducir el procedimiento con sus palabras: «Un vaquero a caballo con la garrocha en ristre va sobre otro animal. Éste levanta los cuernos, cruza el suelo con sus patas delanteras y arremete contra el caballista. A menudo el hombre cae a tierra y el caballo es muerto. El toro ha recibido el pincho de la garrocha en el lomo. Si resiste el dolor, vuelva tres veces seguidas a la carga, ya contra el mismo caballista o contra otro, entonces el toro es bravo, es noble, es digno de figurar en las futuras corridas; pero con una condición muy curiosa y que es el que ha embestido del lado contrario donde se encuentra su pasto y comida diaria, pues dicen los españoles que la bravura ordinaria es aquella de un toro que corta el camino de sus pastos queriendo volver allí. Al contrario, el toro que tiene frente a él libre el horizonte, y se le provoca de este lado, y no queriendo soportar esta sujeción se arroja sobre el hombre sin otra razón que la de su orgullo herido, éste es el verdadero toro de corrida, el único que sabrá luchar en honor en las plazas de Sevilla o de Madrid».
En las primeras décadas del pasado siglo XX, cuando aquella ganadería se había deshecho, seguía habiendo muchos toros bravos al lado de aquella finca, como los de Guardiola o los de Buendía. Entonces se llevaban a caballo hasta Bellavista primero y después en carros hasta la plaza de toros de Sevilla. Todos ellos pasaban por delante de La Cascajera, para el disfrute de los niños que allí se alborotaban.