MARÍA PEPA, CONDESA DE YBARRA

María Pepa, condesa de Ybarra

María Pepa Mendaro Romero

María Pepa Mendaro Romero (1911-1999) no dejaba a nadie indiferente. Su vida fue el espectáculo aparatoso de sus caprichos, nacidos de la más pura fantasía y no exentos de cierto descaro. Vivió siempre como si se tratara de una película, siendo ella la protagonista absoluta. Era una mujer guapa, sí que lo era, y mucho; aunque no tanto si le hubieran faltado aquel encanto y gracia personales que cultivó toda su vida. Muy airosa, de exquisitos modales y amabilidad encantadora, esta mujer de aires románticos no hubiera dejado de ser sensible a los halagos de cualquier rey. En su original planteamiento de la vida, consiguió que no desentonaran estos intensos deseos con las gentiles melancolías para rozar esos dominios sobrenaturales de todo lo que es poesía.

Nació en Sevilla, en mayo de 1911, siendo la hija póstuma del matrimonio formado por Miguel de los Santos Mendaro de la Rocha y María de la Concepción Romero y Ruiz del Arco. Él había nacido en Cádiz en 1878 y fueron sus padres Santiago José Mendaro Lapuente, hijo del IV marqués de Casa Mendaro, y Eugenia de la Rocha Fontecilla. Ella, condesa de Santa Teresa, había nacido cinco años después, en 1873, siendo hija de Alejandro José Romero Cepeda, III marqués de Marchelina, y Cecilia Ruiz del Arco y de la Hoz, VI marquesa de Arco Hermoso.

Vivió toda su infancia y primera juventud en la sevillana calle Vidrio junto a su madre y hermanos, calle muy próxima a la de San José, donde vivía el conde que se convertiría en su marido. José María Ybarra Lasso de la Vega, hombre de brillante ingenio y lúcida inteligencia, fue el primogénito de los III condes de Ybarra, José María Ybarra Menchacatorre y Josefa Lasso de la Vega Quintanilla. A aquel joven se le irían los ojos detrás de aquella moza garrida que al pasar dejaría aromas de albahaca y alhucema, esa sensación que causa todo lo sano y limpio. Debió quedar encandilado por su andar acelerado, el revuelo de sus enaguas, la gracia con que llevaría prendido el cabello, algunas florecillas, lo airoso de su talle, su charla y su movilidad nerviosa.

Suele decirse que nadie es capaz de contentarse con lo que tiene, siempre se ansía más; María Pepa no debía ser una excepción. Tras ser condesa, quiso ser princesa, y lo fue. Se casó en segundas nupcias con el príncipe de Battenberg, cuando ya era viuda de Ybarra. Cuando coincidía con Don Juan, le decía victoriosa: «Señor, ¡somos primos!». En su predisposición a la búsqueda de belleza, poseía cualidades innatas para ella misma, crearla, como tantas veces demostró en vida, para la pintura, la escultura, la música y, sobre todo, el teatro. Ella no vivía, actuaba.

Cuenta su quinto hijo que, ya viuda, decidió meterse a monja de clausura, como ya hiciera su madre cuando ella se casó en 1931. Lo llamó para comunicárselo. –Hijo, te habrás enterado de la noticia, ¿no? No se habla de otra cosa-. El hijo, ya inmutable y esperando cualquier cosa, contestó con abnegación: -No, mamá, no sé a qué te refieres, explícame-. Con toda la afectación posible, María Pepa continuó la conversación: -¡Cómo es posible que no lo sepas! Todo el mundo habla de ello, es el tema de conversación en todas partes: me meto a monja. Afortunadamente, su confesor intercedió para que, conociendo su carácter, se limitara a llevar una vida ordenada y rezar diariamente, en lugar de tomar los votos y vivir una vida de silencio y recogimiento para la que era evidente que no había nacido.

La vida de María Pepa giró en torno a la embriaguez del corazón; fue algo así como un principio de poesía equivalente a la espiración humana de alcanzar siempre una mayor belleza. Ella quiso brillar en vida, y no sé si lo consiguió; pero lo que es innegable es que su memoria es pura purpurina que resplandece en el recuerdo de todas las personas que la conocieron. Su cuerpo reposa en el Beaterio de la Santísima Trinidad, junto al de su marido José María Ybarra; de ahí que sea justo terminar su historia con las palabras de su fundadora, Isabel Ruiz de Esquivel: «Si he de decir de mi interior, digo que mi interior es Dios».

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