Todo, terriblemente

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Los libros no son como las personas, que pueden acosar y marear, siendo a veces difícil librarse de ellas. Si no se les llama, no acuden. Lo mismo sucede con las tribunas de opinión. Están ahí para ayudarles a dar forma a sus ideas; aunque muchas veces confundan más que nada. También puede ser ése su sentido. Mi lector crítico me entenderá. Encontrar mentes tan lúcidas y agradecidas como la suya no está a la orden del día.

Tomé un café ayer mismo con un nieto de Hamlet. Estaba indeciso entre el pensamiento y la acción. Me contó que trataba de huir, pero que adondequiera que huyera, llevaba consigo su desolación. Estaba hundido en la melancolía, estado que exaltaba su debilidad anímica. Me pareció un héroe patético que hinchaba su sentimentalismo hasta la comicidad. “¡El dolor del mundo!”, decía una y otra vez, mientras no dejaba de beber coñac.

Se sumó a nuestra tertulia otra fuerza de personalidad compleja. -¿Más que la tuya?, pensarán los que me conocen. No respondo y elevo la barbilla, así puedo mirar de reojo con cierta soberbia, “escenografiando” aún más este texto-. El nuevo personaje tenía ojos pequeños, pero despiertos y penetrantes. Opinaba que las crispaciones y las chispas saltaban tanto, porque los periodistas fustigamos con palabras encendidas y con titulares fanáticos, incitando mediante argumentos persuasivos a la agitación. Con su actitud, creó un aura de calor y vitalidad que agradecí, para contrarrestar la penuria del nieto de Hamlet. Sólo cuando la ola cesó, éste empezó de nuevo a hablar.

Con tono apagado, afirmó que quien no esté viviendo este verano con angustia es que no es un ser juicioso y sensato. Hay tantas personas solitarias y desilusionadas que han vivido esta pandemia con un sufrimiento inagotable, habría que reunirlas en una nueva forma de comunidad, hay que llevarles un consuelo. Ante esta sugerencia, el volcánico personaje saltó como un potro, diciendo que nada de dramas, que cuántos solitarios hay que se enfrentaron al mundo sacando de su soledad una fuerza superior, Beethoven, Miguel Ángel y tantos otros. Comprendí rápido que aquella tertulia tenía los minutos contados. Hablaban idiomas diferentes, estaban destinados a no entenderse. Sin embargo, había algo común en todas aquellas afirmaciones. La idea de que todos nos hemos sentido atropellados por lo sucedido, con independencia del grado de afectación particular.

Existe un debilitamiento generalizado, continuó el dramático. Me atrevería a afirmar que el sentimiento de haber sido lastimado con violencia es común a todos. Podemos disimular, seguir caminando, vivir momentos concretos de alivio, buscar refugios; pero, en realidad, este histórico batacazo lo vamos a llevar siempre con nosotros. Hemos vivido una hora espantosa, terrible, que esperamos que no vuelva a repetirse. Confiemos en que algunas de las personas que lideran tengan algo de esa fuerza superior, más limpia y más clara, que esperamos de la humanidad futura; personas que, empeñando toda su fuerza, den un impulso hacia adelante arrastrando honestamente a todos los demás.

Ávido por contestar, el otro tertuliano bramó que el secreto es la intensidad interior. Hay que dejarse de dramas facilones, y tratar este asunto con una presión sanguínea superior. La solución no está en una guía de viajes. Tenía fuego en la mirada. Hay que tener esperanza, lo aparentemente muerto revive y lo sombrío y oscuro arde de repente en un resplandor. Prudente y previsora, me levanté a pagar aquel café, que terminó regado por una botella entera de brandy Carlos I Imperial.

Nuestro encuentro real se había desvanecido. Pero de pocas personas conservo un recuerdo tan claramente físico como de aquel personaje trágico, que tan cerca de mí había pasado, y de aquella fuerza arrebatadora, a la que sólo importaba hacer un frío registro de los hechos. Eran las dos caras de la misma moneda, cada una de los cuales, a su manera, buscaba la misma sonrisa de los dioses. El secreto más bello de una obra es una curiosa mezcla por la que se confunde lo banal con lo singular y lo cotidiano con lo interesante, para terminar olvidando que la idea que creemos tener no suele coincidir con el mundo de la realidad absoluta. La vieja locura salvaje, siempre tan cálida, para olvidar violentamente la verdad cuando se vuelve insoportablemente penosa.

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